Después de unos meses sabáticos, mi amigo y colaborador en este blog, Óscar Morcillo, vuelve a la carga con un excepcional relato. Dedicadle unos minutos, vale la pena:
La leyenda del río Lurvia
La blanca autocaravana serpenteaba colina arriba
siguiendo la infinita línea de asfalto que desaparecía en cada
curva y volvía a reaparecer al instante siguiente. En cierto modo
parecía no llevar a ninguna parte. Su recorrido era sinuoso, aunque
a sus cuatro ocupantes parecía no importarles, a juzgar por las
expresiones de sus rostros, que reflejaban cierta luminosidad en
clara contraposición con el color plomizo del cielo. En especial a
uno de ellos, para quien aquel viaje no era una simple escapada de
unos días, sino más bien una aventura en una tierra lejana y
desconocida que, a buen seguro, iba a perdurar en un rincón de su
memoria hasta el fin de sus días. A su edad poseía esa ingenuidad
infantil que permite ver solo la parte positiva de la vida y que
después, poco a poco, se va perdiendo al mismo ritmo que aparecen
los temidos michelines y se forman claros en el cogote.
El verano se hallaba en su etapa inicial. Las
vacaciones escolares habían comenzado dos semanas antes. La rigidez
de la rutina había dado paso a una flexibilidad horaria de la que
también eran partícipes los otros tres pasajeros, dos de los cuales
formaban un matrimonio modelo: jóvenes, bien situados
profesionalmente, con dos hijos fruto de una relación estable y un
adosado de color crema en una urbanización privada. En su caso, el
hecho de haber tenido familia a una edad relativamente temprana, no
había provocado desavenencias de pareja, sino que por el contrario,
había fortalecido los lazos de una unión que algunos miembros de
ambas familias tildaron en su momento de precipitada y poco meditada.
Los padres de ella, en cuanto fueron conocedores de los planes de
boda, vaticinaron (en círculos muy íntimos, eso sí) una relación
abocada al desastre. Sin embargo, el tiempo fue pasando y sus
previsiones fallaron estrepitosamente. Y no solo eso, sino que además
se convirtieron en abuelos por partida doble, primero de un
muchachito y cuatro años después, de una preciosa niña.
-¿Falta poco? Quiero llegar yaaa- la vocecita aguda
y estridente de Susana no había cesado de repetir la misma
insistente frase una y otra vez desde poco rato después de haber
iniciado el viaje. A sus seis años era incapaz de albergar una
mínima cantidad de ese elemento tan preciado llamado paciencia.
-Cállate ya, enana, eres insoportable. Me duele la
cabeza de oirte.
-No soy una enana. Soy una niña- protestó ella-. Y
tú eres un fanfarrón. Lo dicen tus compañeros.
Su hermano cerró el puño derecho, acariciándolo
despacio con su otra mano. Le encantaba jugar con la gestualidad para
dar una carga dramática a sus frases.
-Chicos, por favor. Estamos de vacaciones. No quiero
peleas, ¿de acuerdo?- sin dejar de prestar atención a la carretera,
el padre cortó de raiz la intervención del muchacho con una señal
de su dedo índice.
La madre despeinó cariñosamente la coronilla de
ambos hermanos al mismo tiempo.
-Eh, vamos, no distraigais al conductor.
Susana sacó la lengua en dirección a Adrián y
cogiendo de nuevo el diminuto peine rosa, volvió a ocuparse del
cabello de su muñeca mientras que su hermano, visiblemente molesto,
desvió su mirada hacia el exterior, a través de la ventanilla. Echó
una bocanada de vaho sobre el cristal y se puso a garabatear
distraídamente con el dedo.
-Cariño, me temo que en una hora habrá anochecido.
Habrá que buscar un lugar para pasar la noche.
-Ya lo tenía previsto-. Él señaló un diminuto
punto en el GPS-¿Ves este círculo rojo? Es nuestro destino. Si
continúo conduciendo un par de horas más, podríamos parar a unos
ciento cincuenta kilómetros del cámping. Después del desayuno nos
ponemos de nuevo en ruta y en una hora y media estaríamos allí.
Ella se aproximó por detrás del asiento,
acariciándole con suavidad la sien, junto a la cual ya comenzaban a
florecer algunas canas apenas imperceptibles.
-Llevas conduciendo casi todo el día. ¿Por qué no
nos detenemos en cualquier lado y descansamos? Sabes que si pudiera
te daría el relevo- dijo, mirando la aparatosa venda que envolvía
su tobillo y talón derechos.
Tras meditarlo con un breve canturreo (en la radio
sonaba una pegajosa melodía de los años ochenta), asintió
lentamente con la cabeza.
-Me has convencido, cariño. Buscaré un sitio
adecuado.
Unos cinco kilómetros más adelante, la carretera
llegaba al puerto situado en la parte transitada más alta de la
montaña. Y otros doce kilómetros después, tras un rápido
descenso, la vía se ensanchaba de nuevo hasta formar dos carriles
delimitados por una línea continua con un arcén lo suficientemente
ancho como para permitir el paso de vehículos de pequeña
cilindrada. El sol comenzaba a juguetear con la línea del horizonte.
Al final de una larga recta de casi un kilómetro, el paisaje
montañoso y gris daba paso a otro más llano y verdoso, poblado de
chopos y encinas a ambos lados de la carretera. El tortuoso trazado
pasaba a ser más uniforme y el número de curvas descendía al mismo
tiempo que la temperatura comenzaba a ser ligeramente más fresca y
húmeda.
-Iré preparando unos bocadillos y unos sandwiches
para la cena-. La madre se levantó del asiento del copiloto,
dirigiéndose a la parte trasera.
Una pareja de jóvenes excursionistas caminaba en
dirección contraria a la caravana por el arcén izquierdo. Iban
pertrechados con chalecos reflectantes y grandes mochilas de color
caqui. El conductor detuvo lentamente el vehículo hasta quedar a su
altura.
-Buenas tardes. Disculpad, estamos buscando una zona
de descanso o un pequeño descampado donde poder pasar la noche.
El chico, pensativo, se llevó una mano a la cabeza.
-Oh, pues... sí. Un poco más adelante, justo al
cruzar el puente del río Lurvia hay un claro junto a la orilla
donde...aunque no sé si deberían- bajó la vista y titubeó por un
instante-. Lo digo por las historias que cuentan acerca del
accidente.
La chica que le acompañaba le propinó un pequeño
codazo en el costado que no pasó inadvertido para el conductor. Éste
afirmó:
-La verdad es que venimos de bastante lejos y no
conocemos la región. Tampoco hemos oído hablar estos días de
ningún accidente.
La joven dudó por un momento pero después tomó la
palabra.
-Bueno, en realidad sucedió hace unos treinta años
y se convirtió, por desgracia, en un suceso tristemente famoso.
Vinieron periodistas de todo el país, tal y como me han contado, ya
que nosotros ni siquiera habíamos nacido por aquel entonces- dijo,
sin poder evitar cierto rubor.
El conductor enarcó ambas cejas.
-Pues la verdad es que no conozco la historia. ¿Qué
ocurrió?
-Eran niños de un colegio de Veganilla, un pueblo
que está cerca de aquí. Los llevaban de excursión a la ciudad.
Pero cuando el autobús tomó la curva de entrada al puente, el
vehículo perdió el control y se empotró contra el muro de
protección, dando una vuelta de campana y precipitándose al río.
Murieron catorce escolares. Todos ellos tenían entre seis y ocho
años. Realmente nadie sabe el motivo que provocó la tragedia. Unos
dicen que fue una distracción del conductor, que iba bebido. Otros
que la carretera no estaba en condiciones, pues no era el primer
accidente que se producía en ese mismo punto. Lo cierto es que...-
bajó la cabeza y miró hacia el suelo en un gesto contenido.
-Qué historia más terrible.
-...no pudieron recuperar ningún cuerpo. Cuentan
que los miembros del equipo de submarinistas de la Guardia Civil,
cuando salían a la superficie, cubiertos de lodo, con el rostro
pálido como la nieve y la mirada perdida, comentaban con voz
temblorosa que nunca habían trabajado en circunstancias tan
adversas.
La mujer del conductor, que aunque un poco más
alejada, había permanecido atenta a la conversación, se aproximó a
su marido. Agachando la cabeza para hacerse visible a los
excursionistas a través del hueco de la ventanilla, les dijo:
-Antes habéis mencionado que se cuentan historias
acerca del accidente. ¿Qué clase de historias?
El chico desvió de nuevo la mirada hacia el suelo
mientras hablaba.
-Bueno, son historias tenebrosas y oscuras a las
que no hacemos demasiado caso los jóvenes de por aquí. Las
consideramos más bien “cuentos de viejos”-. Su rostro dibujó
una mezcla de mueca y de media sonrisa que, sin embargo, provocó un
pequeño escalofrío en la mujer-. Hay personas que aseguran haber
oído sollozar a niños en las proximidades y, ¿saben una cosa? Es
curioso, pero no hay casas habitadas en varios kilómetros a la
redonda-. Esta última frase la dijo bajando el tono de voz, como si
temiera ser oído por alguien. Observó durante unos segundos a sus
interlocutores para ver la expresión de sus rostros. Después, dio
por zanjada la conversación. -Bueno, si no les importa, vamos a
continuar con nuestro camino. Hemos quedado con unos amigos para
acampar antes de que anochezca y todavía nos queda un pequeño
trecho. Siento mucho haberles informado de tan triste suceso.
Tras agradecerles la información, el matrimonio se
despidió de forma cortés y prosiguió su ruta. Después de tomar un
par de curvas a derecha y tres más a izquierda, divisaron el puente.
Frente a él, un letrero oxidado rezaba el nombre del río Lurvia.
El conductor detuvo el vehículo justo en la entrada
al puente. El cauce era abundante, sobre todo para la época del año
en que estaban. Miró a través de la luneta del parabrisas
observando cómo la fuerza de la corriente formaba a un lado del
puente un remolino de tamaño considerable. La noche comenzaba a
despertar y, con ella, una fina neblina que parecía surgir del mismo
río, extendía lentamente su manto. Después de dudar un segundo,
colocó la primera marcha y aceleró para cruzar al otro lado del
puente.
Oyó la voz de ella y le pareció muy lejana, aunque
en realidad estaba a escasos pasos por detrás de él:
-¿Cuánto tiempo llevamos casados?- preguntó su
esposa. Su voz sonaba como por debajo del agua. De la parte trasera
de la caravana, donde estaban los hermanos, provenía un ruido de
pequeños objetos de plástico cayendo al suelo. Recuperando la
consciencia de la realidad, le respondió.
-¿Por qué me haces esa pregunta cuando sabes tan
bien como yo que dentro de poco celebraremos quince años de
matrimonio?
-Además estuvimos de novios casi cinco años,
¿verdad?- dijo continuando con el interrogatorio.
-¿A dónde quieres llegar?- preguntó él,
visiblemente intrigado.
-A veces creo que no nos conocemos verdaderamente.
Veinte años juntos...y ni siquiera sé si crees en historias de
fantasmas.
Él le devolvió una mirada escéptica y, aunque
estuvo a punto de soltarle una pequeña reprimenda, decidió dejarlo
para otra ocasión. Al fin y al cabo, estaban de vacaciones y pensó
que no valía la pena estropear el único período de tiempo
prolongado que podían pasar juntos.
La caravana cruzó el puente y al salir de él, a
mano derecha, tomó un pequeño sendero en desnivel que, un poco más
adelante, a su vez daba acceso a un amplio terraplén que extendía
sus límites hasta el mismo margen del río. El conductor maniobró
girando de tal forma que, una vez hubo aparcado, el río quedaba a su
izquierda y la senda frente a ellos. A la derecha, un grupo de pinos
y algún chopo esparcido entre aquellos observaban en silencio a los
recién llegados.
En cuanto se detuvo el ronroneo del motor, Susana,
alborotada, creyendo haber llegado a su destino, saltó por la puerta
lateral, comenzando a brincar y entonando alegremente una canción
infantil que había aprendido el mes anterior en el colegio. Su
hermano, dando muestras de un entusiasmo contenido, echó un vistazo
a su teléfono móvil y esbozó una sonrisa satisfactoria.
-Al menos, hay cobertura.
Su madre, siempre vigilante, se encargó de
recordarle las normas.
-Jovencito, nada de llamadas si no es absolutamente
necesario. O de lo contrario tendré que descontar de tu asignación
parte de la factura telefónica.
El muchacho le dedicó un gesto descortés que pasó
inadvertido para ella, pero no para el padre que, negando con la
cabeza, decidió pasarlo por alto, al menos por esta vez.
Aquella noche decidieron cenar en el exterior, a la
luz de la luna llena, así que montaron la pequeña mesita plegable y
sobre ella desembarcaron una flota de sandwiches de paté, sobrasada
y queso, y un par de platos de embutidos variados cortados en
pequeñas rodajas, todo ello acompañado de aceitunas, pepinillos y
frutos secos. Un viento fresco agitaba débilmente un grupo de cañas
que crecía en la misma orilla. El suave rumor de la corriente del
río dotaba al paraje de una tranquilidad irritante. Ni siquiera el
rugido de ningún motor había osado quebrantar aquella pasmosa
quietud rural, pues desde que habían llegado, la carretera no había
sido transitada por vehículo alguno.
Adrián cogió la pequeña linterna y la navaja
suiza que dos meses antes le había regalado su padre con motivo de
la acampada de fin de curso y se aproximó a las cañas, seguido de
cerca por su hermana, con ánimo de explorar el paraje. Su madre, que
en ocasiones pecaba de una sobreprotección injustificada, les
advirtió que no se alejaran demasiado de la caravana.
El muchacho alumbraba al suelo mientras caminaba
hacia la orilla. Susana seguía sus pasos a corta distancia.
Entusiasmado, señaló un punto con su índice izquierdo.
-Mira, un ciempiés. Y allí se ve un escarabajo
pelotero-. Entusiasmado, seguía con el foco de la linterna
cualquier atisbo de vida animal. -Y esas son hormigas rojas. Vamos
hacia la orilla a ver si hay alguna charca y con suerte podemos
encontrar sapos o ranas.
El ruido de la corriente crecía a medida que los
dos hermanos se aproximaban a su destino. Como la búsqueda de
batracios resultó infructuosa, Adrián pronto volcó su atención en
otro pasatiempo más propio de los chicos de su edad: lanzar piedras
al agua. Fijó su atención en un guijarro plano y perfectamente
redondo que había a sus pies y, asiéndolo con firmeza con la mano
derecha, retó a su hermana a ver quién lo lanzaba más lejos. El
guijarro dibujó un perfecto arco sobre el agua, a la mortecina luz
de la luna y se hundió acto seguido a unos veinte metros de donde se
encontraban.
-Ahí va, yo no voy a llegar- dijo Susana con
admirado asombro. Efectivamente, su piedra no llegó ni de lejos a
las proximidades del lanzamiento de su hermano, sino que se desvió
pronunciadamente a la derecha y cayó a escasos metros de la fangosa
orilla. Una vez se hubo cerciorado de la sospecha de que su rival no
estaba a la altura, Adrián perdió interés en el juego y se dedicó
a intentar superar sus propios lanzamientos, aunque cada vez más
cansado, estos iban alcanzando una distancia progresivamente menor.
La pálida luz de la luna fue el único testigo del
incesante gorgoteo de burbujas que comenzaron a asomar a la
superficie del río, muy cerca del lugar donde había caído la
primera piedra.
Aquella madrugada, el silencio se vio roto por el
grito agudo de una niña.
Los pasos apagados que siguieron a continuación
murieron junto a la litera de Susana, que era consolada por su madre.
Entre sollozos, la pequeña afirmaba que en sueños, un niño llamado
Carlos, le había advertido que estaban en serio peligro. Después,
ese mismo niño le había confesado que tenía miedo. Le había dicho
que llevaba mucho tiempo habitando en un lugar muy frío, entre
tinieblas, en el que solo oía lamentos y sollozos y que echaba de
menos a sus padres, a los que vio por última vez aquel día en el
que, ilusionado, subía por primera vez a un autobús.
La madre, tras escuchar la breve historia, la abrazó
de forma comprensiva, secando sus lágrimas suavemente con la palma
de la mano e invitándola a dormir en su cama junto a ellos.
Esa misma noche, se oyeron unos ruidos en el
exterior, como si varias personas golpearan al unísono el lateral de
la caravana. Al principio eran golpes débiles y sonaban de uno en
uno, aunque paulatinamente fueron cobrando más fuerza e intensidad.
Poco a poco, el vehículo comenzó a temblar ante el asombro y la
preocupación de sus ocupantes. Los dos hermanos se acurrucaron con
sus padres.
-Papá, mamá. Tengo miedo- acertó a decir Susana,
apretándoles con toda la fuerza que sus brazos le permitían.
Un hedor repugnante, como a desagüe, se fue colando
en el interior del habitáculo, provocándoles fuertes náuseas.
Finalmente, el ruido cesó. La tranquilidad y el silencio se volvió
a adueñar paulatinamente de la caravana y, un buen rato después, el
cansancio se apoderó de todos ellos.
A la mañana siguiente, mientras los dos niños
permanecían profundamente dormidos, el matrimonio se levantó y
decidieron salir al exterior, no sin antes haberlo discutido
acaloradamente.
No vieron a nadie ni tampoco hallaron rastro alguno
de presencia humana. Una expresión de sorpresa apareció en sus
rostros en el momento en que se volvieron hacia el vehículo y
contemplaron cómo las paredes de la caravana habían pasado, del
blanco mate del día anterior, a estar parcialmente embadurnadas con
una especie de sustancia terrosa de color ocre. Al examinar con
detenimiento aquellas manchas, una mueca de horror se dibujó en sus
fatigados rostros. Esparcidas por toda la superficie metálica, a una
altura de poco más de un metro, se dibujaban claramente las siluetas
fangosas de un par de docenas de pequeñas manos.
Óscar Morcillo
Elige otro relato de Óscar al azar, son todos geniales: De tu esposo, que tanto te quiere,El amor de Fahyun y Nemat, Sensaciones, La lluvia y la navaja de afeitar, Avería número 334, Quimerio, El viaje, Estrés laboral, El día en el que los relojes se pararon (1ª parte, 2ª, 3ª, 4ª y desenlace), La senda del lobo, El flechazo, La expedición, Amor inmortal, La nueva vida y Libertad controlada.