"El día en el que los relojes se pararon",
"El día en el que los relojes se pararon (2ª Parte)",
"El día en el que los relojes se pararon (3ª Parte)" y
"El día en el que los relojes se pararon (4ª Parte)".
A medida que se aproximaba a la ciudad, el paisaje iba cambiando progresivamente. El terreno presentaba síntomas de devastación. La gran mayoría de árboles habían sido arrancados como si un huracán los hubiese arrasado a su paso. Sólo habían resistido los más gruesos, que aparecían retorcidos salvajemente, con parte de sus raíces al descubierto. Las casas que habían dispersadas a lo largo del camino estaban semiderruidas y sus habitantes permanecían en el exterior, la mayoría con heridas y contusiones. El aire y la temperatura comenzaban a ser sofocantes, por lo que decidió entrar en una de aquellas viviendas para refrescarse. Apoyados en el quicio de la puerta había un matrimonio anciano que contemplaba con tristeza e incredulidad su jardín destrozado. Yoshiro inclinó su cabeza y saludó.
-Buenos días, aunque no lo parezcan. ¿Podrían ofrecerme un poco de agua?
-Aciago día nos aguarda, me temo. Mujer, sácale un vaso, por favor. Pero permítame que le pregunte hacia donde se dirige.
-Mis pasos me llevan hacia la gran ciudad. Quisiera reunirme con unos parientes para comprobar que se encuentran bien. Aunque a medida que me aproximo, mis esperanzas se ven reducidas.
La anciana le dio un vaso de agua recién sacada del pozo que sorbió de un solo trago.
-Permita que le ofrezca un odre con agua para el camino y que rece una plegaria a los dioses para desearle toda la suerte del mundo en su cometido. Me temo que la va a necesitar.
Tras inclinar de nuevo su cabeza en un gesto de profunda gratitud, regresó al camino. No había tiempo que perder y lo sabía. El sabor de la desesperación se hacía sentir cada vez con más intensidad en su paladar.
La atmósfera se iba haciendo más irrespirable con cada paso que daba. El aire estaba muy enrarecido, cargado de un olor a muerte y destrucción. Tras dos horas de un penoso caminar, las afueras aparecían ya a la vista. Se detuvo para poder coger fuerzas y contempló lo que parecía un paisaje sacado de la peor de las pesadillas que la mente humana fuera capaz de asimilar. Toda edificación había quedado totalmente reducida a escombros, así como no había vestigio alguno de vida humana hasta donde alcanzaban sus atónitos ojos. Apesadumbrado, apoyó sus manos sobre las rodillas y agachó la cabeza, respirando con gran dificultad. Después de incorporarse de nuevo, tomó el odre y echó un largo trago para poder hidratar su fatigado cuerpo. Un viento cálido y pesado acariciaba su cara en débiles ráfagas.
Le pareció oir unos gemidos similares a los sollozos de un niño que provenían del norte, por lo que echó a andar caminando sobre las ruinas de lo que había sido hasta no hacía mucho la entrada a la ciudad. Conforme se adentraba en el interior de la misma, comenzó a ser testigo de la barbarie que allí había tenido lugar. Había cientos de cuerpos decapitados, a los que en algunas ocasiones les faltaban las extremidades, esparcidos aquí y allá. Los cadáveres cubrían cada rincón como una macabra alfombra confeccionada a base de trozos de personas. Pensó que si el infierno existía debía de ser muy parecido a aquello. Algunos supervivientes, la mayoría en estado de shock, vagaban de un lado a otro sin rumbo, como zombies con las ropas chamuscadas y la mirada totalmente perdida en los ojos. Otros, más enteros, intentaban, entre los escombros, rescatar con vida algún cuerpo que todavía emitía leves quejidos.
Al ir a cruzar el puente del río Ota, un espectáculo sobrecogedor lo dejó inmovilizado. Bajando desde el norte río abajo, más de un centenar de cuerpos de hombres y mujeres de todas las edades, flotaban en las rojas aguas que hasta no hacía mucho habían sido limpias y azules. Su estómago no pudo contener la repugnancia que le provocaba la escena y, aunque hizo el ademán de taparse la boca, el vómito salió despedido violentamente por su nariz.
-¡Misako!¡Misako!
Los gritos no obtuvieron respuesta alguna, aunque de poco le hubiera servido. Seiko no podía oir ni tan siquiera su propia voz. En lugar de eso, un leve zumbido similar al que emiten las abejas sonaba dentro de sus oídos. Intentó ponerse en pie, pero sus piernas estaban inmovilizadas por grandes cascotes de hormigón. Un fuerte dolor de cabeza atenazaba todos sus movimientos. Abrió los ojos pero lo único que pudo ver fue la oscuridad más absoluta. Una terrible sensación de sed abrasaba su garganta de forma salvaje. Al pasar su lengua sobre sus labios sintió el amargo sabor del polvo.
Seiko pensó en su madre, que en las frías noches de invierno entraba en la habitación, la arropaba y aún le leía un cuento cuando no podía conciliar el sueño. Pensó también en su padre, regresando cada tarde y dándole un enorme abrazo, acompañado de varios achuchones y en sus dos hermanos, con los cuales reñía constantemente, ya que, al ser varones, la trataban de forma machista, aunque también era cierto que la protegían de cualquier posible amenaza del resto de compañeros de la escuela. Los echó a todos de menos irremediablemente, mientras pequeñas lágrimas resbalaban por sus mejillas y se mezclaban con el polvo acumulado en ellas.
Le pareció que había transcurrido una eternidad cuando oyó unas voces sobre su cabeza. El zumbido había cesado. La puerta del refugio se abrió, dando paso a una luz espectral. Tras ella, dos sombras irreales se recortaban bajando las escaleras. Una de ellas llevaba una pequeña antorcha. Al ver que Seiko agitaba los brazos, la señaló y rápidamente ambas se dirigieron hacia donde estaba atrapada.
La verja del cementerio se abre lentamente empujada por la mano temblorosa de una anciana que atraviesa con paso firme el camposanto en dirección a la tumba de sus padres, víctimas de la bomba atómica junto a otras 140000 personas. Sus menudos pies la detienen unos metros antes, delante de una inscripción que reza:
YOSHIRO MIYAZAKI-AIKO MIFUNE
(1916-1985) (1920-1990)
Mientras deposita sobre ella con delicadeza un crisantemo, una lágrima brota de su arrugado y pálido rostro en el que aún se refleja la gratitud y el amor de una sobrina por sus tíos, que la rescataron del infierno y la acogieron en su hogar aquel día en el que los relojes de Hiroshima se detuvieron.
Óscar Morcillo
Elige otro relato de Óscar al azar, son todos geniales: De tu esposo, que tanto te quiere,El amor de Fahyun y Nemat, Sensaciones, La lluvia y la navaja de afeitar, Avería número 334, Quimerio, El viaje, Estrés laboral, El día en el que los relojes se pararon 1ª parte, 2ª, 3ª y 4ª parte.
Un desenlace lleno de ternura y amor.
ResponderEliminarEscribe como los "ángeles"
Saludos
@Felipe: Es que Óscar es un crack, yo siempre se lo digo, pero no quiere creérselo. Saludos.
ResponderEliminarEl relato es genial,sube la angustia y una pasea por ese infierno lleno de dolor,desolación y perdidas.Gracias,por hacernoslo llegar.
ResponderEliminarUn abrazo grande
Ya era hora que supieramos le final,despues d etanta espera...;)
ResponderEliminarSaludos
¡Uh! Buen pulso.
ResponderEliminarLo que más me ha gustado, aparte del montaje de secuencias y la elipsis del final, es la acertada elección del ritmo de las frases que se ajusta a ese reloj parado que da título al relato.
Mereció la pena esperar.
@Clara: Gracias a tí por leerlo y comentarlo, a Óscar le gustará.
ResponderEliminar@Juancar: Todo llega, amigo, todo llega. Saludos.
@Juan Carlos López: A Óscar le gustará saberlo (y a mí también). Saludos.
Geniales de verdad!abrazos x3.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho,mis felicitaciones a Oscar.
ResponderEliminarUn besico
Buenas noches..
ResponderEliminarPaso a curiosear un ratito tu rincón, ahora que tengo un chance...
Besotes de lindos sueños
Felicitaciones por ese genial final, conmovedor y enternecedor.
ResponderEliminarAbrazo.
GRACIAS A TODOS en nombre de Óscar y en el mío.
ResponderEliminarMe alegra que os haya gustado.
Impresionante relato, nada que envidiar de la mayoría de las novelas ya publicadas que leo.
ResponderEliminarUn hallazgo este Oscar.
Un abrazo.
Salud y República!!
Nexus.
@Nexus: Sí, es un crack, y además un gran amigo.
ResponderEliminarSaludos.
Leer este relato del tirón es un placer, leerlo más veces un lujo.
ResponderEliminarÓscar, ya vas teniendo un manojito de buenos relatos, todos queremos más :-)
Juanjo, ya le convences para que cree su propio blog? ;-)
Salu2
@Markos: ¡Y tanto que queremos más!
ResponderEliminarPues verás, yo se lo he dicho muchas veces, pero no acaba de gustarle la idea. En cualquier caso, si lo hiciera, el mío quedaría cojo, ya que se ha convertido en una parte muy importante del mismo.
Saludos, amigo.
Hola!
ResponderEliminarTe perdi y volvi a reencontrarte. Estuve leyendo los comentarios de mis entradas de hace tiempo y te vi allí.
Te acuerdas de mí? Soy Flor!
Un beso
@Flor: Hola, sí que me acuerdo, lamentablemente yo tampoco tengo mucho tiempo para bloguear últimamente. BESOS.
ResponderEliminarPor fín el esperado final lleno de ternura y amistad sin límites...
ResponderEliminarBesotes de lindo fin de semana Juanjo,
@RossCanaria: Feliz finde a tí tambíen. Besos.
ResponderEliminarHola....he estado otra vez un poco desconectado, por lo que me acabo de leer de un tirón todas las entregas de este relato, y me ha encantado el ritmo de la narración.
ResponderEliminarComo siempre, un placer leer lo que escribe Oscar.
Carlos
@Carlos: Pues bienvenido de nuevo Carlos, un abrazo.
ResponderEliminarEstá tardando en publicar este Oscar...
ResponderEliminarExcelente relato.
Carpe Diem
@Adolfo Suárez: Pues fíjate, que eso se lo digo yo a menudo, pero... Un abrazo, me alegra leerte por aquí.
ResponderEliminarFELICIDADES, OSCAR, HE LLEGADO HASTA EL FINAL, ME QUEDE ATRAPADA EN EL PRIMERO Y LA CURIOSIDAD ME HA LLEVADO HASTA AQUI.
ResponderEliminarUN ABRAZO JUANJO.
@Amparo Bárcenas: Me alegro que te haya gustado y en su nombre te doy las gracias. Besos, guapa.
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