viernes, 21 de enero de 2011

El día en el que los relojes se pararon

Todos los relojes de la ciudad se detuvieron a las ocho y cuarto de la mañana de aquel lunes seis de agosto. Unas tres horas antes, el cielo se había iluminado con el fulgor de un relámpago, aunque muy pocas personas lo vieron, ya que la gran mayoría permanecían dormidas, ajenas al horror que se avecinaba. Tras unos breves segundos, el trueno, como un presagio de destrucción, respondió a su inseparable compañero. El silencio de la noche quedaba así roto por un gran estruendo que serviría involuntariamente de preámbulo para el apocalipsis. 

A unos pocos kilómetros al suroeste, Yoshiro, alumbrado por una pequeña lámpara de queroseno, recogía con sumo cuidado las redes sobre la cubierta de su pequeña y desvencijada barca de madera que había heredado de su difunto padre. La jornada no había sido precisamente afortunada, pues apenas un par de docenas de raquíticos pececillos y un pequeño pulpo agonizaban sobre las tablas de la embarcación. Se quedaría una pequeña parte para consumo propio, calculando que con lo que pudiera sacar  por el resto le alcanzaría para una hogaza de pan y algunos dulces para sus dos hijas, que la noche anterior le habían despedido con la promesa de que les traería un pastelillo de frutas y un bastón de regaliz. Aiko, su esposa, le había deseado suerte con un beso en la mejilla, dedicándole una mirada esperanzada en la que se empezaba a dibujar, al mismo tiempo, la desilusión. Una mala racha le perseguía desde hacía bastante, hasta el punto de que temía que alguien le hubiera echado un mal de ojo u otra maldición. Tal vez  hubiera sido alguno de los pescadores de la aldea, envidioso porque antes Yoshiro volvía todas las madrugadas con las redes cargadas de carpas, atunes, pulpos y algún besugo. Pero de eso hacía ya casi dos meses y la situación era cada vez peor. Incluso había comentado con su esposa la posibilidad de que se tratara de un mal augurio, porque ya muy pocos en toda la aldea regresaban del mar con un bagaje mínimamente aceptable. Los dioses no prestaban atención a sus ruegos porque estaban demasiado ocupados guerreando contra el invasor americano.

La vieja embarcación, sujeta por una áspera y gruesa amarra, se balanceaba a merced de las olas que morían contra la orilla. Yoshiro saltó sobre la arena, sintiendo como sus dedos se fundían con ella lentamente. Echó un vistazo al cielo por el este, buscando en vano el despuntar del alba. Negros nubarrones se adivinaban en la parcial oscuridad de la madrugada. Una amarga sensación de tristeza le encogió el corazón mientras dirigía sus pasos hacia el sendero que conducía sinuosamente hasta la pequeña casa situada en lo alto del acantilado. 

Deslizó con cuidado la puerta para no hacer demasiado ruido y dejó la bolsa de malla con el pescado sobre la oxidada pica del fregadero. Después besó con suavidad la frente de sus hijas y de su esposa, que dormían en el suelo sobre unas esterillas de paja en un rincón del fondo. Una puerta corredera forrada de papel, llamada shoji, hacía de separación entre el dormitorio y el resto de la vivienda. 

Como siempre que volvía de pescar, puso agua a calentar para prepararse un té. Se sentó en cuclillas sobre el tatami del salón, pues se sentía enormemente fatigado. Pensó en el inmenso azul del mar y en la gran cantidad de peces y crustáceos que habitaban aquellas aguas del mar interior, preguntándose por qué ahora le estaba negada la pesca cuando poco tiempo atrás recogía repletas las redes al menos cuatro o cinco veces cada madrugada. 

Una gruesa e intensa lluvia comenzó a caer lentamente. Al rato, pequeñas goteras empezaron a filtrarse por el techo de la vivienda, por lo que Yoshiro distribuyó asimétricamente varios cuencos de barro en el suelo. Una de las niñas oyó el barullo que organizaba su padre al registrar los armarios y abrió los ojos con desgana, desperezándose y despertando a su vez a su hermana, que no se había percatado de nada. La madre seguía roncando profundamente, fruto del cansancio acumulado de criar a dos hijas pequeñas durante todos los días de la semana sin ayuda de nadie. 

El padre las miró con dulzura.
-Buenos días, ángeles míos.
Ellas le devolvieron el saludo mientras abrían los ojos de forma inquisitiva. 

-Aún no os he podido traer las golosinas, pero no os preocupéis, pues cuando amanezca nos acercaremos a la tienda de la señora Hiroko. Una promesa es una promesa.
Las niñas sonrieron e intercambiaron una mirada con gesto de aprobación.

Continuará...
Óscar Morcillo

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11 comentarios:

  1. Hola!!!!

    Que bueno y a la vez que estremecedor, será que aquí las últimas tormentas eléctricas pararon el reloj biológico de 5 personas….

    Un abrazo de oso.

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  2. Qué tierno y bonito cuento, esperaremos la continuación a ver si consigue traer golosinas a sus hijas...
    Besetes de lindo fin de semana y a Morcillo,

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  3. Es muy bueno...y recomiendo a todos que estén pendientes del resto de partes...yo es que ya tuve el honor de leerlo entero :-)

    Una historia muy bien contada y en la que Óscar consigue dibujar la atmósfera de los que sufrieron ese 6 de agosto fatídico.

    Salu2

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  4. Que bonito relato,pero me temo que el deselance,no lo sera tanto.

    Un besico y feliz finde

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  5. Precioso como siempre! Esperamos la continuación ;)
    Un beso enorme

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  6. Hola a TODOS, sólo os digo que no os perdáis el desenlace de esta historia. Merece la pena.

    Besos.

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  7. Es un espléndido relato como todos ellos

    Saludos

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  8. @Felipe: Me alegra que también a tí te lo parezca. Un saludo.

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  9. Pues yo voy a esperar a que se complete la serie de entradas.

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  10. @Juan Carlos López: Son 5, una cada día. Óscar y yo estaremos encantados de conocer tu opinión.

    Saludos.

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