Su larga cabellera de color castaño ondeaba al viento tibio del atardecer, un viento que traía consigo una mezcla de olor a pólvora y a sangre. Las plumas de águila con las que había tocado su cabello a la altura de las sienes, bailaban frenéticamente al compás de ese mismo viento. Dos líneas horizontales de colores ocre y negro, señales inequívocas de preparación para la batalla, cruzaban sus mejillas. En el rostro desafiante, salpicado de cicatrices cosechadas en batallas contra las tribus de los shoshone, los crow y contra el invasor de rostro pálido, se reflejaba la mirada del animal salvaje que se resiste a ser domado y da sus últimas embestidas antes de la sumisión final.
Imagen: http://amerindiens.fr |
Barrió con la mirada la vasta pradera que estaba sirviendo como campo de batalla. Cientos de sioux yacían por todas partes. Apenas un pequeño reducto de bravos guerreros seguía combatiendo. El resto habían perecido, estaban malheridos o habían sido hecho prisioneros previa rendición.
Cabizbajo, cerró sus ojos y permaneció así durante un instante, sabiéndose derrotado. Fue solo un segundo, en el que todas sus esperanzas y anhelos se desvanecieron como una estrella fugaz.
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Tenuemente, un sonido, lejano como un recuerdo infantil, comenzó a sonar en su cabeza. Al principio pensó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada pero, a medida que el sonido iba aumentando, descartó esta posibilidad. Paulatinamente, los sonidos de la batalla se fueron desvaneciendo. Entonces sintió como su mente se separaba de su cuerpo poco a poco, para después elevarse por encima del mismo. Una sensación de vértigo le invadió a medida que notaba cómo iba ascendiendo, primero más allá de la copa de los árboles, después sobre las montañas cercanas. El tiempo se había detenido. Observó atónito cómo su cuerpo permanecía inmóvil allá abajo, al igual que todos los soldados y guerreros. Así pasaron minutos o tal vez horas, no podría precisarlo con exactitud, hasta que llegó a una planicie desde la cual podía ver un paisaje que le era muy familiar: las Colinas Negras, el territorio sagrado de su pueblo, recortaban su silueta contra el azul celeste. Con suavidad, fue descendiendo hasta prácticamente estar a ras de suelo, aunque físicamente no sintió ningún contacto. En un instante comenzó a recuperar el sentido del oído, que durante aquel extraño viaje parecía habérsele embotado. Ahora sí podía oír con claridad los sonidos. Eran tambores de guerra, acompañados de unos cánticos que voces perdidas en el tiempo emitían rítmicamente. En ellas creyó reconocer a sus antepasados, que le daban la bienvenida y le saludaban con su nombre.
-¿Dónde estoy?- inquirió con su habitual tono autoritario.
Solo obtuvo el silencio por respuesta.
Volvió de nuevo a formular la misma pregunta, esta vez con creciente impaciencia. Entonces, una voz como surgida de las profundidades de una caverna, comenzó a hablar.
-La pregunta exacta no es dónde estás, sino cuándo estás- la voz parecía proceder de todas partes y de ninguna a la vez. Con gran solemnidad, prosiguió: -Has sido llamado por los ancestros de tu raza para serte confiado un mensaje, igual que lo fueron tus antecesores durante los siglos que llevamos poblando esta tierra.
-¿Eres tú Wakan Tanka, el Gran Misterio?- ahora su tono era más comedido. Tras una breve pausa, respondió.
-No importa lo que yo sea. Lo verdaderamente importante en este momento es que tu pueblo te necesita más que nunca. Debes pensar en tus antepasados, que vinieron desde los grandes bosques del norte a estas tierras en busca de prosperidad y paz. En tu familia, en tus amigos y en todos los hermanos que forman parte de la gloriosa tribu de los sioux oglala. De igual modo que el lobo se defiende de sus enemigos y protege a los suyos con coraje, así debe actuar un guerrero sioux. No olvides nunca quién eres y cuáles son tus orígenes ya que sólo así podrás descansar en paz.
Lentamente abrió los ojos y vio que se encontraba de nuevo en el promontorio. Delante suyo la batalla continuaba, aunque ya prácticamente decidida. Una profunda paz le envolvía. Notó que era de nuevo dueño de su cuerpo. Abrió y cerró varias veces sus manos. Estiró sus brazos. Dobló sus rodillas. Balanceó ligeramente su cuello hasta oír un leve crujido. Se sentía fuerte, lo cual no dejaba de ser extraño, teniendo en cuenta que llevaba combatiendo desde hacía al menos un par de horas. Una inusual vitalidad fluía por sus venas. Sintió cómo se le erizaban los cabellos en la nuca.
Viéndose rodeado por unos cien soldados pertenecientes a una parte del quinto regimiento de infantería del ejército de los Estados Unidos, y a pesar de las heridas que sangraban en su pecho y brazos, no se amedrentó. Con los ojos inyectados en sangre y poseído por el espíritu del lobo, tensó los músculos de su brazo blandiendo la vieja hacha de guerra, la misma que había empuñado el abuelo de su abuelo cuando echó de sus tierras sagradas a “aquellos invasores a los que les crecía cabello en la cara, vestidos con traje y sombrero plateados que brillaban como el sol y montados en extraños demonios con largas colas” y emitió un poderoso grito de guerra que por un momento dejó perplejos a los rostros pálidos uniformados con sus casacas azules, que contemplaron atónitos la valentía y arrojo de un orgulloso sioux que no tenía ningún temor de enfrentarse cara a cara con la muerte. Saltando con la velocidad de un relámpago por encima de los cuerpos inertes de varios de sus hermanos de sangre, asestó con destreza dos golpes de muñeca que destrozaron sendas mandíbulas y tiñeron de sangre el aire enrarecido de aquella tarde que había de ser la última que viera combatir al último jefe sioux de la tribu de los oglala. Girando sobre sí mismo usó el machete que llevaba en su mano izquierda para asestar una certera puñalada, que entró y salió en apenas una fracción de segundo del estómago de un sorprendido tercer soldado.
Casi al unísono de su líder, un reducido y disperso grupo de guerreros que a duras penas permanecía en pie a aquellas alturas de la contienda, se vieron contagiados por la reacción espontánea de Caballo Loco, respondiendo al grito del gran jefe y cargando con todo su orgullo y valor contra los soldados del quinto de infantería que seguían inmóviles contemplando aquel insólito ataque. Sorprendidos por la táctica suicida, varios hombres del general Harney perdían su vida en el cuerpo a cuerpo, donde los fieros dakota demostraban una vez más que eran combatientes verdaderamente temibles.
Treinta años atrás, al este de Paha Shapa, en plenas Colinas Negras, territorio de la actual Dakota del Sur, un día de mayo nacía, en el interior del “tepee” del hombre medicina del poblado, un hermoso bebé de cabellos castaños. La claridad de su pelo y la hermosura de su rostro fueron objeto de admiración por parte de todos, pues no en vano, los indígenas se caracterizaban por ciertos rasgos comunes en todos ellos, como la tez morena de su piel o la oscuridad de su cabellera.
La madre, que descansaba en su lecho tras dos horas de gran esfuerzo, cogió a su hijo de manos de la comadrona que la había asistido y lo apoyó con dulzura sobre su regazo. Su padre, avisado por las ancianas, entró para conocer a su primogénito.
-Es un niño robusto y fuerte. Sin duda será un gran guerrero.
Su esposa, con gesto de desaprobación, le replicó:
-Los hombres solo pensáis en pelear y en morir. No deberías hablar de guerras ahora, es momento de disfrutar y de educar a nuestro hijo para que lleve una vida digna y honrada.
Lamentablemente, ella no lo vería crecer, ya que moriría en el asalto que un destacamento del cercano fuerte Laramie realizó siendo él todavía un niño. Los soldados tomaban así represalias por el robo de ganado que miembros de la tribu habían realizado días atrás. Los indígenas se veían abocados cada vez con más frecuencia a los robos de reses para poder sobrevivir, ya que los miles de colonos que llegaban procedentes del este en innumerables caravanas estaban dejándoles sin su principal medio de subsistencia, el búfalo, cazándolo indiscriminadamente por mera diversión.
Caballo Loco sería testigo de la muerte de su madre y de varios miembros de la tribu, por lo que su carácter belicoso se vería marcado desde muy joven y un ansia de venganza se iría forjando en su interior a partir de entonces.
Desde su elevado punto de observación situado en la colina opuesta a donde había permanecido hasta ese instante Tashunke Witko, el general Harney seguía los acontecimientos de la confrontación acompañado de sus oficiales. Harney era un veterano héroe de guerra con cabello cano y perilla gris, que había luchado como teniente en la guerra de Secesión, en la que había perdido su brazo izquierdo al recibir un bayonetazo de un soldado sudista. Al contrario que la mayoría de altos cargos del ejército, Harney tenía una opinión bastante más tolerante sobre los indios norteamericanos. Se trataba de un hombre que juzgaba a los demás por sus actos y no por su aspecto físico o por la opinión de terceras personas. No se dejaba influenciar y era cercano y dialogante con sus subordinados, lo cual le valió ciertas críticas por parte de la cúpula política de Washington, que lo tildaban de blando. Sin ninguna duda, encarnaba la excepción que confirma la regla dentro de un mundo mal llamado civilizado, un mundo que, aunque por un lado simbolizaba el progreso de la tecnología y la ciencia, sin embargo se alimentaba de intolerancia, prejuicios y codicia.
El general había seguido atentamente y con gran interés el desarrollo de la contienda. Aunque disponía de una ametralladora Gatling, no había considerado necesario su uso y la había situado en la retaguardia, desoyendo el consejo de sus subordinados. En esto también era poco ortodoxo: usaba artillería y armas pesadas cuando era absolutamente imprescindible y no había otra alternativa, pues no era partidario de masacres innecesarias.
El teniente John Gibbon discutía con el resto de oficiales sobre la conveniencia de establecer cada vez más fuertes para proteger y abastecer las caravanas de colonos que inundaban los nuevos y vastos territorios.
-Tengo buenas noticias, caballeros. Ha llegado un telegrama esta misma mañana confirmando que ya se ha finalizado la construcción del fuerte Robinson, ubicado en la frontera norte, muy próximo al río Yellowstone. En poco más de una semana se espera que esté totalmente operativo con la incorporación de tres compañías del segundo regimiento de infantería.
Se atusó con marcial elegancia el bigote y prosiguió.
-El presidente Rutheford Hayes ha manifestado su intención de que la frontera norte deje de existir antes de finalizar su mandato. La construcción de las dos líneas de ferrocarril sigue a buen ritmo, por lo que la unión de ambas costas pronto será un hecho consumado.
Un murmullo de aprobación recorrió el grupo. Sin embargo, Harney permanecía con semblante taciturno, sin intervenir en la conversación. Parecía abstraído. Con su única mano sostenía un pequeño catalejo de color negro y adornos dorados con el que jugueteaba. Sus pensamientos se centraban en su retirada, que cada vez estaba más cercana, debida en gran parte a la minusvalía de su brazo amputado. El “Gran Capitán”, como era conocido entre las tribus de las praderas, tuvo una adolescencia dura. Había sido el menor de cinco hermanos, todos varones y, aunque su padre era un conocido abogado y por tanto, no habían sufrido apuros económicos, todos sus hermanos ingresaron en la universidad realizando carreras de letras y siguiendo los deseos de su progenitor, excepto él mismo, razón por la cual mantuvieron una agria discusión que se saldó con la marcha de casa y consiguiente emancipación del futuro general. Se alistó como voluntario en el ejército y allí inició una meteórica carrera que culminó cuando le entregaron la casaca azul con tres estrellas en el hombro, el más alto rango al que puede aspirar un oficial.
-General, debería ver esto.
Harney dirigió la mirada hacia donde señalaba su oficial. Con un rápido gesto, colocó su catalejo en la dirección adecuada y miró a través de él. Vio cómo dos de sus hombres eran heridos mortalmente por un sioux con una facilidad pasmosa. Sus movimientos eran tan rápidos como los de una gacela y tan mortíferos como los de una serpiente de cascabel.
-Quiero a ese hombre vivo.
-Pero, señor...
-No discuta y cumpla las órdenes.
El oficial montó en su caballo y salió precipitadamente, dejando una estela de polvo, colina abajo.
“Válgame el cielo, qué forma de combatir”. El experimentado general no recordaba, en su dilatada carrera en el ejército, haber visto luchar de forma semejante a nadie alguna vez. Otros dos hombres caían víctimas del tomahawk de Caballo Loco sin que ninguno tuviera tiempo siquiera de empuñar su Springfield del calibre 45. Mientras tanto, los guerreros de Caballo Loco seguían luchando fieramente envalentonados por la reacción de su jefe, aunque los soldados ya habían salido de su estupor inicial y estaban reprimiendo duramente el ataque con sus revólveres. Harney no perdía detalle desde su puesto. Vio como el oficial a caballo llegaba hasta su destino y levantaba las manos dirigiéndose a los soldados, los cuales, con actitud de sorpresa bajaron los fusiles apuntando hacia el suelo y rodearon por completo a Caballo Loco en un perfecto círculo.
A un nuevo gesto, los soldados cargaron las bayonetas, empuñando sus armas en posición defensiva. El gran jefe observaba la escena, jadeante. Su caja torácica se contraía y se volvía a expandir con celeridad marcando unos bien definidos músculos mientras sujetaba firmemente el hacha, que goteaba sangre todavía caliente. Una pregunta cruzó por su mente: ¿hasta cuando podría seguir combatiendo de aquella manera? El enemigo era netamente superior en número y las fuerzas comenzaban a abandonarle. Sin embargo, la revelación le había insistido en la necesidad de proteger a los suyos. Aunque si perecía, ¿cómo iba a protegerlos? Resuelto a buscar una salida alternativa a aquella situación, bajó los brazos.
En ese instante se oyó un disparo. El oficial a caballo buscó con la mirada entre la muchedumbre de casacas azules. Vio un revólver, humeante, sostenido por un soldado herido que permanecía en el suelo. Casi al unísono de la denotación, Caballo Loco colocó una mano en su abdomen y encorvó su columna lentamente hacia delante hasta que tocó el suelo con la barbilla. Después giró el cuerpo hacia su derecha y quedó desplomado boca arriba con los ojos abiertos. En ellos ya no había vida.
Hoy he leído de nuevo esta historia sobre Caballo Loco que escribí cuando era joven basándome en lo que sé de su vida. Cierto es que hay detalles ficticios que incluí para adornar un poco el relato, pero la esencia de su personalidad no la alteré nunca.
Han pasado ya más de cuarenta años desde que oí hablar por primera vez de Tashunke Witko. Realmente no sé si fue mi creciente obsesión por conocer más datos sobre él lo que me llevó a emprender aquel viaje. Pero un deseo en mi interior fue creciendo hasta convertirse en un objetivo a corto plazo y ese no era otro que visitar algún día los lugares por los que una vez el gran jefe había cabalgado junto a sus fieles guerreros.
Todo ocurrió por casualidad, como la mayoría de los grandes proyectos en los que se ha embarcado alguna vez la raza humana. Como aquella ocasión en la que un tal Colón, buscando una ruta alternativa a las Indias, descubrió un nuevo continente a pesar de que muriera creyendo que las tierras que había visitado pertenecían a la, por aquel entonces llamada Catay, actual China.
Me encontraba en la biblioteca de la facultad, metido de lleno en mi tesis de fin de carrera. Llevaba unos días bastante ocupado recopilando información sobre diversos temas que ahora no consigo recordar, cuando me fijé en el ejemplar de un semanario dominical que alguien había olvidado sobre la mesa. En la portada leí que dentro venían publicados unos artículos sobre algunas tribus de indios norteamericanos. Hastiado de mis estudios, decidí concederme un merecido respiro y me evadí durante unos minutos de mis obligaciones para dar un paseo por las llanuras del medio oeste. Toro Sentado, Nube Roja y Caballo Loco fueron algunos de mis compañeros de viaje durante aquel rato, aunque quedé especialmente atrapado con la historia de este último: un guerrero salvaje e indómito, defensor de las tradiciones de su pueblo que, antes de haber cumplido los doce años, ya había matado un búfalo y por ello había recibido como regalo un caballo propio, honor solo otorgado cuando se consideraba que la persona había pasado de la niñez a la edad adulta. A los catorce años había demostrado su gran valor y coraje combatiendo en la guerra de Nube Roja, por lo que cuatro años más tarde era nombrado jefe de las tribus de la región. Fiel a sus creencias, no permitió ser fotografiado nunca y murió joven, lo que contribuyó a alimentar su leyenda.
Desde entonces, una de mis aficiones, rayando en el territorio de la obsesión, consistiría en recopilar toda clase de información sobre la historia de los nativos de Norteamérica y en especial sobre la gran tribu de los sioux.
Pasado un tiempo, acabada ya la carrera y a falta de algo mejor, encontré trabajo como contable en una empresa de recambios de piezas para automóviles. Después de algunos años pude reunir unos ahorros con los que pagarme un viaje al país de los yanquis, así que compré un billete de avión y me embarqué en mi, podríamos llamarla así, locura de juventud.
Ese día me levanté temprano para poder llegar hasta el lugar donde el guía me había indicado. Tomé el típico desayuno en el típico motel de carretera, café y tostadas y, tras hablar con el encargado de recepción, el cual me proporcionó un mapa del condado, me subí al viejo Mustang descapotable que había alquilado para dirigirme hacia la carretera estatal 268 en dirección oeste. Mientras el viento alborotaba mis cabellos, contemplé el vasto paisaje. No dejaba de pensar que, casi doscientos años atrás, por el mismo lugar que atravesaba aquella infinita alfombra de asfalto, el abuelo de Caballo Loco junto con toda su tribu, recorría cada año más de cien millas antes de que llegara el invierno para desplazarse, desde las Colinas Negras, hasta el campamento de invierno. Conduje durante más de tres horas por la mañana. Paré a comer en un destartalado restaurante de carretera con la cristalera tan sucia que apenas se podía ver a través de ella. Recuerdo a la camarera, bastante antipática, por cierto, con manchas de café en el delantal que ocultaba su gruesa barriga, cómo masticaba chicle mientras anotaba lo que le pedía. Pensé que no era demasiado extraño que el lugar estuviera muy poco frecuentado. Le pedí que me indicara si me dirigía correctamente hacia mi destino, a lo que me contestó afirmativamente con una extraña mueca. Tras tomar un frugal almuerzo acompañado de un café insípido, proseguí mi ruta.
Estaba anocheciendo ya cuando aparqué en una zona de servicio que hay a la altura de la milla 457. El espectáculo que la anaranjada luz, ocultándose por el horizonte, proyectaba sobre la llanura era nostálgico e hipnótico al mismo tiempo. Me coloqué el chaleco reflectante y cogí una pequeña linterna de la guantera por si me hiciera falta. Con los pies entumecidos por el viaje bajé lentamente del coche y me dirigí hasta una pequeña loma que hay a unos quinientos metros de la gasolinera que quedaba a mi izquierda. Desde allí, una pequeña senda que debía ser transitada a menudo a juzgar por la ausencia de matorrales en su recorrido, señalizaba el camino. Aunque en aquel momento no era consciente de ello, estaba siguiendo los mismos pasos que seguramente habían dado los padres de Caballo Loco cuando llevaron el cuerpo inerte de su hijo hasta el lugar donde decidieron enterrarlo.
A lo lejos divisé un enorme roble. Una punzada de emoción se clavó en mi estómago, por lo que tuve que detenerme durante unos instantes hasta que se disipó. Entrelacé mis manos, sudorosas y me aproximé con impaciencia.
Junto a la base del roble encontré una roca caliza a modo de lápida en la que se podía leer la siguiente inscripción en inglés. Debajo de ella había otro párrafo en un extraño dialecto que no comprendí, por lo que supuse que se trataba del mismo texto en idioma lakota.
“Aquí, en territorio sagrado, reposa Tashunke Witko, gran jefe sioux de la tribu oglala, quien amó a su tierra y defendió a su pueblo del invasor blanco hasta el fin de sus días. Sus restos descansan en esta tumba pero su espíritu vaga libre y eterno por las vastas praderas que fueron su hogar”.
-Descansa en paz, viejo amigo- acerté a decir, aún no sé muy bien por qué. Era como si una energía desconocida me tuviera conectado a una persona en otra época y lugar. Supongo que alguno de los que me estáis leyendo ha podido experimentar esa sensación y sabe de lo que hablo.
Sobre la tumba deposité la “calumet” que había comprado en una tienda de recuerdos situada en un sucio callejón de la ciudad y regentada por un viejo sioux llamado Dos Lunas, el cual me había asegurado que era auténtica. Formulé un deseo en voz alta.
-Espero que con esta pipa puedas reconciliarte, si no lo has hecho ya, con tus viejos enemigos.
Comprendí que aquel era el punto y final de mi viaje. Sentí un alivio enorme, como si me hubiera desembarazado de una pesada carga. Mi objetivo se había cumplido y hoy, en el ocaso de mi vida, he decidido escribir esta pequeña historia por si, algún día, víctima del Alzheimer que me han diagnosticado hace poco más de un mes, no soy capaz de explicarles a mis nietos que una vez, tiempo atrás, pude cumplir un sueño y recorrer la senda del lobo.
Óscar Morcillo
Elige otro relato de Óscar al azar, son todos geniales: De tu esposo, que tanto te quiere,El amor de Fahyun y Nemat, Sensaciones, La lluvia y la navaja de afeitar, Avería número 334, Quimerio, El viaje, Estrés laboral, El día en el que los relojes se pararon (1ª parte, 2ª, 3ª, 4ª y desenlace).
OSCAR: precioso el relato. Pues vaya suerte si has viajado y hecho ese viaje a un sitio tan cargado de energia, y con tanta historia.
ResponderEliminarQue mal juzgados han sido los indios, nativos americanos mejor dicho, era un pueblo que amaba a la tierra, el bosque, los arboles, los respetaba, debiamos aprender mucho de ellos.
Siento mucho lo de tu enfermedad, espero sigas escribiendo, para tus nietos y para todos.
Ahora hay muchos avances, ya veras, como te lo paran y puedes escribir muchos relatos. Ten la mente en lo bueno, y asi sera.
Un fuerte abrazo. Que todo de vaya bien.
Dino, otro abrazo.
Me ha encantado el relato, quizás porque alguna vez de niño, yo también tuve ese sueño de Oscar.
ResponderEliminarUn abrazo Juanjo.
Que bonito Juanjo,me ha gustado mucho,genial.
ResponderEliminarUn besico
De nuevo un placer leer tan genial relato.
ResponderEliminarBesos enormes
@Lucy: Lo del alzheimer es un recurso que ha utilizado, no lo padece (afortunadamente). Un abrazo.
ResponderEliminar@Luis González: Otro abrazo para tí, amigo.
@Buda: Me alegra que te haya gustado. Besos.
@LaMar: Besos para tí también, guapa.
He estado leyendo atentamente el relato. De hecho, he tenido que volver a leerlo, porque al llegar a la parte de los comentarios, me ha aparecido una parte que andaba oculta. Con música de fondo ambiental, he logrado crear un clima de tranquilidad. Sus palabras me han transportado a ese mundo de los sioux. He disfrutado mucho de su lectura, porque su retrato es tan tierno y tan ameno que no cuesta trabajo leerlo.
ResponderEliminarMis felicitaciones para el autor, Óscar a quien deseo todo lo mejor, y también a ti por haberlo publicado.
Recibid ambos un abrazo enorme, de todo corazón.
Precioso relato y mis más sinceras felicitaciones a Oscar por haber sabido transportarnos con la imaginación, a un lugar con tantísima historia.
ResponderEliminarDe pequeña me encantaban las películas de indios y baqueros, yo siempre de parte de los indios y si eran guapos mejor que mejor.
Siempre soñé Juanjo con casarme con uno de pelo largo y muy negro, pero finalmente lo que conseguí fue uno de pelo muy cortito (aunque negro) y eso sí: sabe hacer el indio que no veas jejeje...
Besitos mi niño y gracias por esta publicación.
@Rampy: Me alegra que te haya gustado y te doy las gracias por tus palabras en nombre de Óscar también.
ResponderEliminar@Chari: Eso de saber hacer el indio está muy bien, jejeje. Besos, guapa. Y gracias a tí.
Una maravilla,es fácil dejarse llevar ,mecerse en el relato ,contemplar al guerrero,soñar que algo distinto puede ser posible. Felicidades a los dos.
ResponderEliminarUn abrazo
Muy agradables estos relatos, enhorabuena por Oscar Morcillo es un gran escritor, y gracias a ti por dárnoslo a conocer.
ResponderEliminarUn saludo.
@Clara: Es que Óscar es un artista. Un abrazo.
ResponderEliminar@Dean: Lo mío no tiene mérito, saludos.
Muchas gracias a todos por vuestros comentarios, de verdad.
ResponderEliminarNo me considero ni de lejos un escritor ni aspiro a convertirme en tal, pues hoy en día solo unos poquísimos pueden vivir de esto. Simplemente escribo por afición y tengo la suerte de tener un buen amigo que publica mis historias en su blog.
Desde que, con quince años vi "Bailando con lobos", mi punto de vista sobre los nativos americanos cambió radicalmente. Fue como si despertara de un largo sueño recibiendo una sonora bofetada. Para escribir este cuento me he retrotraído a aquel día en el que unos sentimientos desconocidos se despertaron dentro de mí: compasión, tristeza y admiración por ese pueblo que ha sido tan maltratado y vilipendiado por la historia.
Saludos.
Óscar.
Maravilloso relato, mis felicitaciones a Oscar Morcillo, él dice que no se considera un escritor pero LO ES y grandísimo...
ResponderEliminarYo de pequeña quería haber nacido en una tribu india y llevar mi túnica, mis trenzas y mi pluma, era todo un sueño que duró bastante.
Gracias Juanjo por traernos los fantásticos relatos de Oscar.
Besotes,
@Óscar: modesto...
ResponderEliminar@RossCanaria: A tí por pasar, guapa.
Hola y buenas noches..
ResponderEliminarBello fin de semana sin lluvia y con el color de la primavera flotando en el aire..
Buen fin de semana y dulces sueños
@Balovega: Feliz fin de semana a tí también. Besos.
ResponderEliminarBonito relato y entrañable razón para escribirlo. He gozado mucho con su lectura.
ResponderEliminar@Francisco Galván: me alegra mucho que así haya sido, y estoy seguro de que a Óscar también. Saludos.
ResponderEliminarme ha encantado este relato.
ResponderEliminarMe encantan las historias de indios.
Un abrazo,
Diana Moreno
@Diana: me alegra que te haya gustado. Un abrazo.
ResponderEliminarEste relato se lo podría haber regalado a mi padre (cumple años el 22F, le gustan las historias de indios y tiene un particular punto de vista sobre las tradiciones).
ResponderEliminarEl relato es estupendo y estoy convencido de que se puede desarrollar hasta el punto de llegar a ser una novela. La historia del general tiene que ser apasionante.
Lo del Alzheimer me ha sobrecogido en primera instancia y tras leer los comentarios me ha aliviado. Y me ha gustado porque yo también a veces las lío pardas con los recursos literarios y está bien verlo de vez en cuando desde el otro lado de la barrera. :-)
Yo también quiero más relatos :-)
Gracias Óscar.
Gracias Juanjo.
Abrazos
@Markos: Gracias a tí por pasar y por regalarnos las ocurrencias de tu blog. Se te echa de menos. Un abrazo.
ResponderEliminarMe ha encantado el relato. Como tengo una conexión con el tema, realice dos videos que tengo en el youtube y que te paso el enlace por si quieres verlos. Gracias por el ralato.
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=d2FfOxN2sH4
http://www.youtube.com/watch?v=7FgmZTEAYX4
@Anónimo: Gracias porlos vídeos.
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