Estoy en el suelo. No recuerdo cómo he llegado hasta aquí. Oigo voces cercanas lanzándome advertencias de manera poco amistosa. Oigo insultos, oigo gritos. Todo está muy confuso. A pesar de que tengo la visión ligeramente nublada, percibo que hay mucha gente a mi alrededor. La mayoría corren de un lado para otro sin aparente orden. Otros están quietos, de pie. Algunos pocos están sentados junto a mí, formando un círculo. Me fijo en ellos. ¡Pero si son compañeros del instituto! Reconozco, entre otros, a Esteban, a Carmen. Me miran, pero están serios. Me preguntan si estoy bien. Intento levantarme, pero alguien uniformado con guantes en las manos me lo impide. Me propina un empujón que hace que mi rabadilla golpee contra el duro asfalto. Dolorido, decido permanecer quieto. Ahora que he intentado moverme, noto como mi brazo derecho y mis costillas están magullados. La cabeza me duele. Algo líquido se escurre sobre mi ceja derecha y gotea sobre mi pómulo. Como había imaginado, es sangre. Tengo una brecha en el cráneo. Muestro mi mano manchada de rojo a los.....policías, sí, son policías antidisturbios, provistos de cascos y armados con porras, que se encuentran a escasos metros de donde nos mantienen inmovilizados. Uno de ellos me amenaza levantando su arma para que no me mueva. Le insulto, por un instante dejo brotar mi rabia. Maldigo su sombra, me cago en él y le vuelvo a mostrar mi ensangrentada mano.
A mi izquierda, a unos escasos veinte metros, un grupo de cinco o seis antidisturbios empujan sin contemplaciones a unos transeúntes que pasaban por allí. A una señora un poco gruesa la acaban de tirar contra la acera. Los que la acompañaban recriminan su actitud a los agentes que les contemplan impasibles. Uno de ellos, en un atisbo de sentido común y percatándose de la gravedad de la situación, ayuda a la mujer a incorporarse y la invita a que se marche de allí con un gesto.
En el otro extremo de la plaza, una docena de policías cargan sin contemplaciones contra unos cuantos estudiantes con rastas y aspecto desaliñado. Les llueven palos por todos lados. Nadie les ha provocado ni les ha agredido para que reaccionen así.
A nuestra derecha, aparcado junto a unos contenedores, hay un furgón con los distintivos de la Policía Nacional. Varios chavales son conducidos hacia él, la mayoría menores que yo y después son obligados a entrar a empujones, ya que alguno se resiste entre lloros y gritos. “¡Llama a mi madre!¡Llámala!”.
¿Por qué me han agredido estos salvajes? Recuerdo que les dije que estaban obligados a mostrar su número de identificación. Acto seguido me propinaron diversos golpes.
Empiezo a recordar. Ayer por la tarde recibí un whatsap de Fran. Me explicaba que muchos compañeros habían quedado hoy después de las clases delante del instituto para protestar contra los recortes en materia de educación y me preguntaba si me gustaría acompañarles. Lo que ninguno de nosotros nos imaginábamos era que íbamos a ser reprimidos tan duramente por las fuerzas del orden por el delito de manifestarnos pacíficamente con nuestras mochilas y por algo tan básico como es un derecho reconocido en la Constitución.
No comprendo nada. Este país se está volviendo loco. Los delincuentes son tratados de forma parcial por la justicia y las personas decentes, como criminales. Soy joven todavía, pero ya empiezo a cuestionarme seriamente el funcionamiento de esta democracia en la que vivimos.
(Es evidente que solo se trata de un microrelato pero perfectamente podría haber sido el testimonio de una de las muchas personas que fue agredida por las fuerzas del ¿orden? en las manifestaciones de Valencia).
Óscar Morcillo
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