lunes, 24 de enero de 2011

"El día en el que los relojes se pararon (4ª Parte)

Viene de:
"El día en el que los relojes se pararon",
"El día en el que los relojes se pararon (2ª Parte)" y
"El día en el que los relojes se pararon (3ª Parte)".


Paul W. Tibbets comprobó la posición de la aeronave, dio orden mediante el micrófono situado en el cuadro de mandos de que todos los miembros de su tripulación permanecieran en sus puestos atentos a la posible sacudida que pudiera provocar la onda expansiva, miró de soslayo a su copiloto y, tras levantar la cápsula de plástico que protegía el botón de eyección, pulsó su dedo índice sobre él.

En ese instante notó una sensación escalofriante mezcla de alivio e inquietud que recorrió su espina dorsal en cortas oleadas.

Yoshiro, el pescador, se encontraba conversando animadamente con la señora Hiroko sobre el precio del regaliz y de cómo este había variado en los últimos meses a causa de su escasez. Los tiempos eran difíciles para el comercio en general, pues la guerra estaba causando estragos en la distribución de muchos artículos, sobre todo los que no eran de primera necesidad. 

Las dos hijas mascaban con avidez su golosina preferida cuando, en ese momento, percibieron algo similar al sonido de una gran y lejana explosión, que hizo que, poco a poco, los baldes de las estanterías se movieran, y algunos frascos de cristal que contenían caramelos cayeran con bastante estrépito, por lo que las pequeñas se agarraron con fuerza a las piernas de su padre, que instintivamente se apoyó en el viejo mostrador, asiéndolo con ambas manos. 

El terremoto apenas se dejó sentir durante unos breves instantes y por fortuna su intensidad no fue demasiado virulenta.

Cuando el temblor hubo pasado y con el susto metido en el cuerpo,  todos los habitantes de la aldea salieron a la calle. Con rostros incrédulos señalaban en dirección a la gran ciudad. Nadie daba crédito a la irreal escena que estaban contemplando. Los ancianos se lamentaban amargamente mientras en voz baja imploraban piedad a las deidades de sus antepasados. Los más jóvenes, atónitos, presenciaban la imagen con aterrada fascinación, incapaces de articular palabra alguna. Todos ellos, en pleno shock emocional, intentaban asimilar una visión que iba a quedar grabada en su retina durante toda la vida. Unos kilómetros en dirección noreste, un gigantesco hongo de color gris ceniza surgía de la tierra y se elevaba varios cientos de metros en el mismo lugar donde antes se erguía la ciudad. Yoshiro parpadeó  repetidas ocasiones, sin creer lo que sus ojos le mostraban. Jamás había visto nada parecido.

Un fuerte y repentino viento surgido de la nada les azotó, tan ardiente que instintivamente se taparon la boca y la nariz con las manos. Permanecieron así durante algunos minutos hasta que poco a poco cesó y el aire comenzó a ser más respirable de nuevo.

Yoshiro preguntó a sus hijas si estaban bien, las abrazó con fuerza y, tras tomarlas en brazos, dejó atrás la aldea en dirección a casa. Un terrible presentimiento había brotado en su interior y lo comenzaba a atormentar, una idea tan horrible como lo que había presenciado, una certeza que iba tomando forma inexorablemente. 

Su mujer estaba en la puerta. Su cara tenía una expresión de horror contenido, sus manos temblaban a pesar de que la temperatura se había elevado bastante desde la explosión. Yoshiro ni siquiera vio los desperfectos que había sufrido la vivienda. Se limitó a dejar a las niñas con su esposa y sin echar la vista atrás, tomó la senda que conducía hasta el camino que llevaba a la ciudad.

-¡Yoshiro, vuelve! ¿A dónde vas? ¡No me dejes sola!

Continuó gritando pero él ya no oía nada. Echó a correr de forma deslavazada, alentado por una pequeña esperanza, aferrándose ciegamente a ella para poder cubrir los casi catorce kilómetros que le separaban de su lugar de destino.

En su desenfrenada carrera fue dejando atrás campos de trigo, los mismos campos donde siendo niño jugaba al escondite junto a su hermano Akira en la frondosidad de un bosque de espigas. Campos que él ayudó a cultivar años después cuando era adolescente y en los que se citaba secretamente al ocaso del día con la que acabaría siendo su esposa.

Miles de pensamientos cruzaron por su mente. El verano en el que, con nueve años, descubrió lo que era el amor personificado en aquella carita de muñeca que veía cruzar cada mañana por el camino que bordeaba los campos. O cuando recibió la noticia de la muerte de su abuela materna mientras recogía afanosamente la cosecha de junio. O su primera y desastrosa experiencia sexual bajo la sombra de la encina aquella calurosa tarde de primavera el día que cumplía los diecinueve. Y sobre todos ellos había uno que guardaba en un lugar preferente de su memoria: cuando en aquel trigal dorado pidió matrimonio a Aiko.

... y mañana el desenlace.
Óscar Morcillo

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