Si de verdad queréis conocer la historia que no se aleja de mi mente desde hace ya un tiempo y que no he contado a nadie por temor a no ser creído, ser ridiculizado o, peor aún, llegar a ser incluso tachado de loco, entonces seguid leyendo.
En muchas ocasiones despierto en mitad de la noche creyendo revivir aquellos sucesos, con la frente perlada de sudor y el corazón latiéndome con tanta fuerza que parece que se vaya a salir del pecho. Tras lavarme la cara me miro frente al espejo preguntándome si acaso no sucedió jamás y todo fue producto de mi imaginación, tal vez enajenada por algún motivo desconocido del que yo no soy totalmente consciente y sin embargo habita en un oscuro rincón de mi cabeza. Por más vueltas que le he dado al asunto, no concibo explicación, al menos razonable, de los extraños acontecimientos que tuvieron lugar.
Por otro lado, las secuelas psicológicas que me han quedado son tan reales que aún habiendo sido víctima de alguna enferma cavilación, tendría serias dudas sobre la falsedad o la veracidad de los hechos, los cuales procederé a relatar a continuación con la objetividad que me proporciona el tiempo transcurrido.
Mi nombre es...Bueno, de hecho no tiene ninguna importancia y quisiera mantenerme en el anonimato, así que obviaremos este pequeño detalle. Nací en el seno de una familia de clase media, encabezada por un capataz de obra y su esposa, dedicada a atender las tareas del hogar. Junto a mis dos hermanos menores, fui creciendo en un ambiente bastante normal y acogedor. Cuando llegó el momento de decidir entre estudios o trabajo opté por lo primero, siguiendo los consejos de mi madre y elegí la carrera de arquitecto, aunque nunca llegué a acabarla completamente, ya que la economía familiar no era demasiado boyante y, como se presentó ante mi la oportunidad, gracias a una amistad de mi progenitor, de un puesto como representante comercial de una importante y célebre empresa dedicada a la venta de prendas de vestir, decidí aprovecharla.
He de confesar que al principio la idea me entusiasmó y, durante poco menos de un año viajé por medio estado presentándome a un gran número de clientes e intentando mantener o incluso mejorar el nivel de ventas que había dejado mi predecesor en el puesto, que, según me contaron, había muerto de un repentino ataque al corazón dos meses antes de poder jubilarse. El destino, tan caprichoso y cruel, había querido que su mujer falleciera poco después, víctima de una profunda depresión.
Los pedidos iban como la seda de la que estaban hechas nuestras camisas, ya que los clientes estaban muy satisfechos con el servicio y, por supuesto, con nuestros precios, que eran altamente competitivos en unos tiempos en los que todavía no habían comenzado a notarse los efectos de la crisis económica. Pero el temido crack golpeó con toda su cruda dureza y, en el transcurso de poco tiempo, me vi obligado a realizar viajes a remotos lugares, de los que nunca había oído hablar, con el objetivo de ampliar ventas a mercados que hasta entonces habían sido desdeñados por nuestro departamento financiero al considerarlos poco o nada rentables.
Aquel día me encontraba de mal humor, pues me había dormido y había llegado tarde al trabajo por culpa de ese viejo despertador que no había cumplido con su obligación y me había hecho correr como un loco para poder alcanzar el autobús de las nueve y veinte. Aún me pregunto por qué lo uso y no me he comprado uno electrónico que lo sustituya con dignidad, además de que me despertaría con una suave melodía y no con un agudo sonido de timbre que se instala en mi cabeza y permanece en ella hasta que entro en la ducha y libero su refrescante carga sobre mi cuerpo. Tal vez el hecho de tratarse de un objeto que mi familia paterna ha ido heredando durante tres generaciones ha influido para que le haya cogido cierto cariño a un armatoste tan antipático. Lo cierto es que no hay mañana en que me levante y no se me pase por la cabeza la idea de comprobar su resistencia a un impacto contra la pared.
Antes de entrar al despacho de mi supervisor ya presuponía, por la forma de gesticular mientras hablaba por el intercomunicador y su semblante serio, que las noticias que habría de darme no serían especialmente de mi agrado. Y mi sexto sentido no se equivocó. Después de darme una charla sobre lo importante que es la actitud de un buen vendedor ante una época que se auspiciaba a todas luces iba a ser bastante complicada en lo que a ventas se refiere, me indicó que la estrategia de la empresa iba a tomar otro rumbo: debíamos abrirnos a mercados a los que antes no prestábamos atención y aprovechar cualquier oportunidad que se nos presentara para darnos a conocer. Dicho así no sonaba del todo mal, aunque la realidad era que a partir de entonces me iba a ver obligado a visitar recónditos y alejados lugares que apenas aparecían en los mapas.
En pocos meses pasé de cubrir el presupuesto con holgura a soportar reuniones extraordinarias y amenazas de despido de forma continua, por lo que mi estado de ánimo fue empeorando paulatinamente.
Había completado las tres cuartas partes de mi recorrido cuando apareció ante mí: Fensonville. Era extraño, la guía de carreteras no registraba ese nombre. Recuerdo que cuando leí el cartel indicador, mientras conducía mi Chevrolet, una extraña sensación de inquietud recorrió mi cuerpo. Una desazón similar a la que te provoca una mala digestión o el regurgitamiento de una comida hacia la garganta habrían definido más exactamente lo que sentí. Mis nuevas competencias me destinaban durante la próxima semana a una recóndita comarca situada al suroeste. Así que preparé la maleta esa misma noche ya que a la mañana siguiente debía partir temprano para cubrir los más de mil doscientos kilómetros que me separaban de mi destino.
A medida que me iba acercando, la singular orografía del paisaje se iba transformando. Los verdes prados de mi comarca natal, con sus suaves colinas al fondo, dieron paso a una ocre llanura desértica totalmente despoblada de vegetación que se extendía hasta el límite que marca el horizonte. Después de un largo recorrido en el que el paisaje monótono y lineal llegaba a resultar deprimente, apareció tras una pequeña colina la imagen de un pueblo que a primera vista parecía sacado de una vieja película del viejo oeste, si se me permite la redundancia. Estaba rodeado por un rojizo paisaje marciano y se situaba en el centro de un pequeño valle. Los árboles brillaban por su ausencia, contribuyendo a dotar al paisaje de una aridez contundente. El único atisbo de vegetación que se veía eran algunos cactus desperdigados y grupos de matojos secos y retorcidos por el sol que conferían un aspecto melancólico al lugar. Estaba anocheciendo, así que decidí detenerme en aquel misterioso lugar para pasar la noche y continuar viaje al día siguiente.
Cuando enfilé la avenida principal, comencé a dudar si encontraría alojamiento en aquel lugar. Las casas, todas ellas de madera, bastante típicas de aquella región, presentaban un aspecto poco menos que abandonado. Las calles, sucias y polvorientas proyectaban un ambiente ciertamente fantasmagórico.
Algo que me llamó poderosamente la atención era que no se veía ni un alma, ningún sonido rompía el silencio, si exceptuamos el ronroneo del motor de mi coche circulando en segunda. Cuando estaba llegando casi al final de la desierta avenida vi un cartel que anunciaba la ubicación, un poco más adelante, de un motel, por lo que suspiré con cierto alivio, al menos de momento, ya que existía la probabilidad de toparme con una puerta cerrada a cal y canto y unos cristales mohosos y opacos por el polvo. Aparqué enfrente mismo, gracias a la total ausencia de vehículos, aunque supuse (más bien deseé) que los lugareños eran bastante precavidos y aparcaban en el interior de sus propios garajes, lo cual explicaría el hecho de que el mío era el único automóvil a la vista.
La puerta, aunque un poco atrancada, cedió gracias a un fuerte empujón. Un húmedo olor a cerrado y a óxido me envolvió. Alcé la cabeza y vi una lámpara herrumbrosa que ahora se balanceaba por la corriente. El papel de las paredes estaba arrancado formando varios desconchones. Hice sonar la campanilla que había en el mostrador y al rato se oyeron crujir las escaleras, por las que bajó el encargado. Le expliqué cual era mi situación, haciéndole un comentario sobre lo solitario del lugar, a lo que respondió sin darle apenas importancia:
-La gente aquí se suele acostar temprano, sobre todo en esta época del año y no son amigos de pasear por la calle una vez que cae la tarde.
Tomé la llave que me ofreció y me dirigí hacia mi habitación pensando en sus palabras. Pero había algo más que me resultó extraño. Su expresión serena y su semblante pálido le otorgaban una apariencia siniestra que producía escalofríos, aunque lo verdaderamente inquietante era ese tono de voz espectral, que parecía salido de la mismísima ultratumba. Os podría parecer que me estaba volviendo paranoico, es cierto, pero cualquiera en la misma situación en la que me encontraba yo, es decir, incomunicado, a más de cien kilómetros del pueblo más cercano y en un lugar desconocido que parecía completamente desierto, a excepción de la persona con la que acababa de hablar, hubiera comenzado a ponerse, al menos, un poco nervioso.
La puerta de la habitación crujió con un sonido inquietante cuando saqué la llave y empujé hacia dentro. Cerré tras de mí y di vuelta a la cerradura impacientemente. Me encontraba un poco alterado, por lo que decidí llamar a mis padres. Tal vez el escuchar una voz conocida contribuiría a calmarme un poco. Pero el intento fue en vano, ya que la pantalla indicaba que no había cobertura. Cambié de postura y de lugar dentro de la habitación, pero fue inútil. Seguramente no habría ninguna antena en muchos kilómetros a la redonda. La sensación de que en aquel pueblo, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, sucedía algo fuera de lo normal, me iba atrapando lentamente. O quizá la presión de mi trabajo, que últimamente me dejaba dormir apenas horas sueltas desde hacía algunas semanas, me estaba debilitando de tal manera que había logrado afectar a mi capacidad de atención y había alterado mi percepción de la realidad. Divagando en estos aspectos, me tumbé vestido sobre la cama. Lo cierto es que me encontraba bastante cansado y, aunque mi mente seguía dando vueltas como una noria, mi cuerpo quedó a merced del sueño de forma casi instantánea.
Lo que me sucedió a continuación aún me hace estremecer cada vez que lo recuerdo. No estoy muy seguro de si lo que pasó entonces fue un sueño o se trató de la realidad o quizá se mezclaron ambos. Soñé, aunque el sueño parecía muy real, que me encontraba en una habitación vieja y polvorienta, muy similar a la habitación del lugar donde estaba realmente. Era de noche. La luz pálida de la luna entraba por la ventana, que estaba desprovista de cualquier cortina y sus rayos blanquecinos dotaban la visión de un aspecto irreal. Oí cómo golpeaban la puerta, aunque el miedo atenazaba mis pies, impidiendo que me levantara de la cama. De nuevo volvieron a golpear, esta vez con más fuerza. Armándome de un valor que desconocía poseer, conseguí incorporarme para accionar el interruptor, pero la luz no se conectaba, por lo que decidí abrir con mucha cautela. La silueta de una persona se vislumbró en mitad de la sombra que proyectaba el filo de la puerta. La sangre se heló en mis venas cuando creí reconocer al recepcionista del motel.
-Le traigo sus sábanas limpias, señor, olvidé dárselas antes- exclamó, con aquella tétrica voz.
-Por cierto, ha habido un apagón de luz. Por si las necesitara, en el cajón de la mesilla tiene una vela y cerillas.
Intenté darle las gracias pero no pude articular palabra alguna, pues mi lengua se había quedado pegada al paladar, por lo que me limité a coger lo que me ofrecía con un ligero temblor de manos, tras lo cual me deseó buenas noches y, acto seguido, desapareció en la penumbra del pasillo. Cuando ya la oscuridad se lo había tragado, oí unas palabras que sin duda no iban dirigidas a mí y que decían más o menos esto:
-Dios, mi dulce y buena Elizabeth. ¿Por qué te la llevaste? Pero él pagará por lo que hizo.
Volví a despertar de nuevo. Esta vez la luz de la luna entraba en la habitación de forma oblicua, por lo que calculé que habrían transcurrido unas tres o cuatro horas. El interruptor seguía sin funcionar. Al echar un vistazo a mi reloj, me di cuenta que se había parado a las ocho y diez: más o menos la hora a la que había llegado al pueblo. Envuelto en un mar de cavilaciones, no me percaté de que un murmullo proveniente del exterior iba creciendo poco a poco hasta convertirse en un griterío. Me asomé por la ventana y mis ojos no dieron crédito al espectáculo que se desarrollaba ante mí: una multitud de unas cien personas o más, de las cuales varias portaban antorchas encendidas, se dirigían avenida arriba. Dicen que la curiosidad es más poderosa que el miedo y tal vez fue eso lo que me animó a salir a la calle para seguir a aquella gente, aunque no sé muy bien qué habría decidido si me hubiera venido a la mente ese otro refrán que dice que la curiosidad mató al gato.
A tientas bajé las escaleras, salí al exterior y me aproximé a la esquina de la manzana por la que habían doblado, manteniéndome a una distancia prudencial. Me oculté como pude tras la barandilla de un porche para disponerme a presenciar la irreal escena. Me encontraba a unos treinta metros de distancia, en una plaza cuadrada, en la que, ahora sí, pude ver varios coches aparcados de modelos bastante antiguos, aunque esto ahora mismo no me preocupaba. Concentré toda mi atención en la turba, que parecía encolerizada, y observé que gritaban contra alguien. Entonces me di cuenta de que dos de ellos llevaban atada de las manos a una tercera persona, a la que conducían a estirones y empujones hasta que se detuvieron frente al gran árbol que presidía el centro de aquella plaza. La persona que iba presa llevaba una especie de pañuelo en la boca que hacía las veces de mordaza. Su aspecto era poco menos que lamentable, con las ropas desgarradas y la cara ensangrentada. No había ninguna duda de que se habían ensañado con él. Permanecí agazapado en mi improvisado escondite tratando de agudizar el oído ya que un hombre alzó los brazos y mandó callar al resto. Por su discurso, deduje que aquel hombre representaba la máxima autoridad, que habían atrapado a un asesino y violador y que iba a ser ajusticiado allí mismo por aquellos que lo llevaban preso, los cuales ejercerían de jueces y verdugos. Por la indumentaria que llevaban, era como si estuviera viendo una de esas películas ambientadas en los años cincuenta que echan por el canal Retro de la televisión por cable, solo que esta vez la película me estaba resultando demasiado real. Por supuesto ni se me pasó por la cabeza la ocurrencia de salir de allí para intervenir en la ejecución, ya que el miedo y el horror me tenían atenazado de los pies a la cabeza. Es más, las piernas comenzaban a quedárseme dormidas pero yo no tenía ninguna intención de mover un músculo, ya que de haberme visto alguien, apostaría a que mi vida hubiera corrido serio peligro. Así que permanecí allí inmóvil observando cómo la muchedumbre exigía que el preso fuera colgado inmediatamente. El hombre se llamaba Derek y se apellidaba Jones, creí entender. En cuanto acabaron de leer las acusaciones que contra él pesaban, dos tipos corpulentos lo alzaron sobre un taburete de madera para colocarle alrededor del cuello una soga que previamente habían pasado por la rama más gruesa del árbol. Le colocaron una capucha con la que taparon su cara, que era el vivo reflejo de la angustia y la desesperación. En ese momento tragué saliva. El hombre del discurso se encargó personalmente de ajustar la soga y después le propinó una patada al taburete, momento en el que el condenado comenzó a retorcerse espasmódicamente de un lado hacia otro hasta quedarse completamente inmóvil en pocos segundos. Fruto del shock que me produjo la escena, caí desmayado.
Cuando recuperé el sentido, los primeros rayos de luz entraban por la luneta delantera del Chevrolet. Comencé a desperezarme despacio, como hacen los gatos cuando se preparan para saltar. Noté como, uno por uno, todos los agarrotados músculos de mi dolorido cuerpo se iban despertando. Me sentí confuso, como si me hubieran drogado. Por un momento recordé los canutos en el patio del colegio cuando cursaba segundo grado. La sensación era similar aunque sin ese regusto a tabaco en el paladar. Arranqué a la primera y pisé a fondo el acelerador. Nunca había tenido tantas ganas de abandonar un lugar tan deprisa.
Después de eso ya no recuerdo nada más, pero las enfermeras que me cuidan aquí dentro me han contado que me encontraron en la carretera 227, sin gasolina, agua ni comida, en algun punto entre Fensonville y Dirton, farfullando frases sin sentido y repitiendo palabras como ahorcado y horror. Ellas me han asegurado que de vez en cuando sufro profundas crisis nerviosas en las que entro en una especie de trance con breves periodos de amnesia.
RECORTE DE PRENSA DEL DIARIO COMARCAL “TODAY NEWS” FECHADO EL 17 DE JULIO DE 1955 :
“Hace un mes fue linchado, en el remoto pueblo de Fensonville, en el estado de Oregón, un ciudadano llamado Derek Jones. Al parecer, según nos han informado fuentes policiales alertadas por un familiar del sr. Jones que llevaba varios días intentando ponerse en contacto con él, han sido detenidos varios sospechosos delatados por uno de los vecinos del pueblo que ha acabado confesando el crimen a los agentes destinados allí. Los presuntos culpables aseguran que se trataba de un supuesto asesino y violador. Al parecer el forastero venía de paso y se había quedado en el único motel del pueblo. En un descuido fatal había asesinado y violado, aunque no en ese orden, a la mujer del propietario.
Las labores de investigación de la agencia federal finalizarán cuando se encuentre el cadáver de Derek Jones. A partir de entonces la policía estatal asumirá el mando del caso hasta el juicio.”
Óscar Morcillo
Para disfrutar de más relatos de Óscar:
De tu esposo, que tanto te quiere (una carta de amor que esconde la trágica verdad)
Sensaciones (sobre sensaciones únicas e irrepetibles en la vida)
Kaleke (la historia que se repite cada día)