martes, 25 de enero de 2011

El día en el que los relojes se pararon - El desenlace -

Viene de:
"El día en el que los relojes se pararon",
"El día en el que los relojes se pararon (2ª Parte)",
"El día en el que los relojes se pararon (3ª Parte)" y
"El día en el que los relojes se pararon (4ª Parte)".

A medida que se aproximaba a la ciudad, el paisaje iba cambiando progresivamente. El terreno presentaba síntomas de devastación. La gran mayoría de árboles habían sido arrancados como si un huracán los hubiese arrasado a su paso. Sólo habían resistido los más gruesos, que aparecían retorcidos salvajemente, con parte de sus raíces al descubierto. Las casas que habían dispersadas a lo largo del camino estaban semiderruidas y sus habitantes permanecían en el exterior, la mayoría con heridas y contusiones. El aire y la temperatura comenzaban a ser sofocantes, por lo que decidió entrar en una de aquellas viviendas para refrescarse. Apoyados en el quicio de la puerta había un matrimonio anciano que contemplaba con tristeza e incredulidad su jardín destrozado. Yoshiro inclinó su cabeza y saludó.

-Buenos días, aunque no lo parezcan. ¿Podrían ofrecerme un poco de agua?
-Aciago día nos aguarda, me temo. Mujer, sácale un vaso, por favor. Pero permítame que le pregunte hacia donde se dirige.
-Mis pasos me llevan hacia la gran ciudad. Quisiera reunirme con unos parientes para comprobar que se encuentran bien. Aunque a medida que me aproximo, mis esperanzas se ven reducidas.

La anciana le dio un vaso de agua recién sacada del pozo que sorbió de un solo trago.
-Permita que le ofrezca un odre con agua para el camino y que rece una plegaria a los dioses para desearle toda la suerte del mundo en su cometido. Me temo que la va a necesitar.
Tras inclinar de nuevo su cabeza en un gesto de profunda gratitud, regresó al camino. No había tiempo que perder y lo sabía. El sabor de la desesperación se hacía sentir cada vez con más intensidad en su paladar.

La atmósfera se iba haciendo más irrespirable con cada paso que daba. El aire estaba muy enrarecido, cargado de un olor a muerte y destrucción. Tras dos horas de un penoso caminar, las afueras aparecían ya a la vista. Se detuvo para poder coger fuerzas y contempló lo que parecía un paisaje sacado de la peor de las pesadillas que la mente humana fuera capaz de asimilar. Toda edificación había quedado totalmente reducida a escombros, así como no había vestigio alguno de vida humana hasta donde alcanzaban sus atónitos ojos. Apesadumbrado, apoyó sus manos sobre las rodillas y agachó la cabeza, respirando con gran dificultad. Después de incorporarse de nuevo, tomó el odre y echó un largo trago para poder hidratar su fatigado cuerpo. Un viento cálido y pesado acariciaba su cara en débiles ráfagas.
Le pareció oir unos gemidos similares a los sollozos de un niño que provenían del norte, por lo que echó a andar caminando sobre las ruinas de lo que había sido hasta no hacía mucho la entrada a la ciudad. Conforme se adentraba en el interior de la misma, comenzó a ser testigo de la barbarie que allí había tenido lugar. Había cientos de cuerpos decapitados, a los que en algunas ocasiones les faltaban las extremidades, esparcidos aquí y allá. Los cadáveres cubrían cada rincón como una macabra alfombra confeccionada a base de trozos de personas. Pensó que si el infierno existía debía de ser muy parecido a aquello. Algunos supervivientes, la mayoría en estado de shock, vagaban de un lado a otro sin rumbo, como zombies con las ropas chamuscadas y la mirada totalmente perdida en los ojos. Otros, más enteros, intentaban, entre los escombros, rescatar con vida algún cuerpo que todavía emitía leves quejidos. 
Al ir a cruzar el puente del río Ota, un espectáculo sobrecogedor lo dejó inmovilizado. Bajando desde el norte río abajo, más de un centenar de cuerpos de hombres y mujeres de todas las edades, flotaban en las rojas aguas que hasta no hacía mucho habían sido limpias y azules. Su estómago no pudo contener la repugnancia que le provocaba la escena y, aunque hizo el ademán de taparse la boca, el vómito salió despedido violentamente por su nariz.
 
-¡Misako!¡Misako!

Los gritos no obtuvieron respuesta alguna, aunque de poco le hubiera servido. Seiko no podía oir ni tan siquiera su propia voz. En lugar de eso, un leve zumbido similar al que emiten las abejas sonaba dentro de sus oídos. Intentó ponerse en pie, pero sus piernas estaban inmovilizadas por  grandes cascotes de hormigón. Un fuerte dolor de cabeza atenazaba todos sus movimientos. Abrió los ojos pero lo único que pudo ver fue la oscuridad más absoluta. Una terrible sensación de sed abrasaba su garganta de forma salvaje. Al pasar su lengua sobre sus labios sintió el amargo sabor del polvo. 

Seiko pensó en su madre, que en las frías noches de invierno entraba en la habitación, la arropaba y aún le leía un cuento cuando no podía conciliar el sueño. Pensó también en  su padre, regresando cada tarde y dándole un enorme abrazo, acompañado de varios achuchones y en sus dos hermanos, con los cuales reñía constantemente, ya que, al ser varones, la trataban de forma machista, aunque también era cierto que la protegían de cualquier posible amenaza del resto de compañeros de la escuela. Los echó a todos de menos irremediablemente, mientras pequeñas lágrimas resbalaban por sus mejillas y se mezclaban con el polvo acumulado en ellas.

Le pareció que había transcurrido una eternidad cuando oyó unas voces sobre su cabeza. El zumbido había cesado. La puerta del refugio se abrió, dando paso a una luz espectral. Tras ella, dos sombras irreales se recortaban bajando las escaleras. Una de ellas llevaba una pequeña antorcha. Al ver que Seiko agitaba los brazos, la señaló y rápidamente ambas se dirigieron hacia donde estaba atrapada.
 
La verja del cementerio se abre lentamente empujada por la mano temblorosa de una anciana que atraviesa con paso firme el camposanto en dirección a la tumba de sus padres, víctimas de la bomba atómica junto a otras 140000 personas. Sus menudos pies la detienen unos metros antes, delante de una inscripción que reza:

YOSHIRO MIYAZAKI-AIKO MIFUNE
     (1916-1985)                  (1920-1990)

Mientras deposita sobre ella con delicadeza un crisantemo, una lágrima brota de su arrugado y pálido rostro en el que aún se refleja la gratitud y el amor de una sobrina por sus tíos, que la rescataron del infierno y la acogieron en su hogar aquel día en el que los relojes de Hiroshima se detuvieron.
Óscar Morcillo

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lunes, 24 de enero de 2011

"El día en el que los relojes se pararon (4ª Parte)

Viene de:
"El día en el que los relojes se pararon",
"El día en el que los relojes se pararon (2ª Parte)" y
"El día en el que los relojes se pararon (3ª Parte)".


Paul W. Tibbets comprobó la posición de la aeronave, dio orden mediante el micrófono situado en el cuadro de mandos de que todos los miembros de su tripulación permanecieran en sus puestos atentos a la posible sacudida que pudiera provocar la onda expansiva, miró de soslayo a su copiloto y, tras levantar la cápsula de plástico que protegía el botón de eyección, pulsó su dedo índice sobre él.

En ese instante notó una sensación escalofriante mezcla de alivio e inquietud que recorrió su espina dorsal en cortas oleadas.

Yoshiro, el pescador, se encontraba conversando animadamente con la señora Hiroko sobre el precio del regaliz y de cómo este había variado en los últimos meses a causa de su escasez. Los tiempos eran difíciles para el comercio en general, pues la guerra estaba causando estragos en la distribución de muchos artículos, sobre todo los que no eran de primera necesidad. 

Las dos hijas mascaban con avidez su golosina preferida cuando, en ese momento, percibieron algo similar al sonido de una gran y lejana explosión, que hizo que, poco a poco, los baldes de las estanterías se movieran, y algunos frascos de cristal que contenían caramelos cayeran con bastante estrépito, por lo que las pequeñas se agarraron con fuerza a las piernas de su padre, que instintivamente se apoyó en el viejo mostrador, asiéndolo con ambas manos. 

El terremoto apenas se dejó sentir durante unos breves instantes y por fortuna su intensidad no fue demasiado virulenta.

Cuando el temblor hubo pasado y con el susto metido en el cuerpo,  todos los habitantes de la aldea salieron a la calle. Con rostros incrédulos señalaban en dirección a la gran ciudad. Nadie daba crédito a la irreal escena que estaban contemplando. Los ancianos se lamentaban amargamente mientras en voz baja imploraban piedad a las deidades de sus antepasados. Los más jóvenes, atónitos, presenciaban la imagen con aterrada fascinación, incapaces de articular palabra alguna. Todos ellos, en pleno shock emocional, intentaban asimilar una visión que iba a quedar grabada en su retina durante toda la vida. Unos kilómetros en dirección noreste, un gigantesco hongo de color gris ceniza surgía de la tierra y se elevaba varios cientos de metros en el mismo lugar donde antes se erguía la ciudad. Yoshiro parpadeó  repetidas ocasiones, sin creer lo que sus ojos le mostraban. Jamás había visto nada parecido.

Un fuerte y repentino viento surgido de la nada les azotó, tan ardiente que instintivamente se taparon la boca y la nariz con las manos. Permanecieron así durante algunos minutos hasta que poco a poco cesó y el aire comenzó a ser más respirable de nuevo.

Yoshiro preguntó a sus hijas si estaban bien, las abrazó con fuerza y, tras tomarlas en brazos, dejó atrás la aldea en dirección a casa. Un terrible presentimiento había brotado en su interior y lo comenzaba a atormentar, una idea tan horrible como lo que había presenciado, una certeza que iba tomando forma inexorablemente. 

Su mujer estaba en la puerta. Su cara tenía una expresión de horror contenido, sus manos temblaban a pesar de que la temperatura se había elevado bastante desde la explosión. Yoshiro ni siquiera vio los desperfectos que había sufrido la vivienda. Se limitó a dejar a las niñas con su esposa y sin echar la vista atrás, tomó la senda que conducía hasta el camino que llevaba a la ciudad.

-¡Yoshiro, vuelve! ¿A dónde vas? ¡No me dejes sola!

Continuó gritando pero él ya no oía nada. Echó a correr de forma deslavazada, alentado por una pequeña esperanza, aferrándose ciegamente a ella para poder cubrir los casi catorce kilómetros que le separaban de su lugar de destino.

En su desenfrenada carrera fue dejando atrás campos de trigo, los mismos campos donde siendo niño jugaba al escondite junto a su hermano Akira en la frondosidad de un bosque de espigas. Campos que él ayudó a cultivar años después cuando era adolescente y en los que se citaba secretamente al ocaso del día con la que acabaría siendo su esposa.

Miles de pensamientos cruzaron por su mente. El verano en el que, con nueve años, descubrió lo que era el amor personificado en aquella carita de muñeca que veía cruzar cada mañana por el camino que bordeaba los campos. O cuando recibió la noticia de la muerte de su abuela materna mientras recogía afanosamente la cosecha de junio. O su primera y desastrosa experiencia sexual bajo la sombra de la encina aquella calurosa tarde de primavera el día que cumplía los diecinueve. Y sobre todos ellos había uno que guardaba en un lugar preferente de su memoria: cuando en aquel trigal dorado pidió matrimonio a Aiko.

... y mañana el desenlace.
Óscar Morcillo

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domingo, 23 de enero de 2011

El día en el que los relojes se pararon (3ª Parte)

Viene de:
"El día en el que los relojes se pararon" y
"El día en el que los relojes se pararon (2ª Parte)".


En ese instante, no lejos de allí, los niños del barrio situado a las afueras de la ciudad entraban en la escuela a su hora habitual y Seiko, como casi todos los días, acababa de llegar al comienzo de la calle principal, en cuyo final se encontraba el edificio adonde acudía cada mañana para dar sus lecciones de enseñanza básica. Siempre era de las más rezagadas debido a la afición que tenía a remolonear en la cama, por lo que su madre le había puesto el cariñoso mote de “chisana mamotto” que quería decir “pequeña marmota”. Esa mañana había salido de casa con tanta prisa que no se había despedido de nadie. Cogió su almuerzo y sus libros y echó a andar tan rápido como sus piernas se lo permitieron.

Llegando al colegio, un sonido que le era tristemente familiar la dejó inmóvil. Algunas sirenas anunciando el inminente peligro sonaron en el instante en que se aproximaba a la verja de la entrada. De repente, notó como una mano la cogía a la altura del codo apretándole con fuerza y sintió como era arrastrada en dirección contraria. Volvió la vista, reconociendo inmediatamente a su amiga Misako y en su rostro vio reflejada la preocupación.

-Dicen que esta vez son pocos aviones pero que por precaución debemos resguardarnos.

Seiko asintió, tomó su mano y apretaron la marcha en dirección al refugio más cercano, que se encontraba a unas dos manzanas de allí. Desde hacía unos días, las incursiones de la aviación norteamericana se habían convertido en algo tan cotidiano como ir al trabajo. 

La gente corría en todas direcciones de forma desordenada, poseídos por el miedo y la angustia. Una madre de aspecto robusto con su bebé en brazos, arrastraba como podía a otros dos niños que se agarraban fuertemente de su kimono azul mientras gritaba un nombre, supuestamente de su marido. Un anciano esbelto y de peno canoso caminaba con gran esfuerzo aunque con paso firme apoyado en su bastón.  Por la calzada ya solo circulaban personas. Los vehículos habían sido abandonados con las puertas abiertas y en el suelo yacían bicicletas esparcidas por todas partes.

Al intentar empujar la puerta metálica comprobaron con horror que ésta no cedía, por lo que, desconcertadas, decidieron golpear con los puños. Una distorsionada voz resonó en el interior.

-Este refugio está lleno, tendréis que buscar otro.
-¡Señor, por favor, déjenos entrar, sólo somos dos niñas!-sollozó Seiko.

Durante unos segundos que parecieron una eternidad, aguardaron la respuesta, con el hipnótico y aterrador sonido de las alarmas rugiendo a su alrededor. Comenzó a sollozar sin consuelo y, finalmente un sonido de cerrojos abriéndose la devolvió de nuevo a la realidad.

Entraron sin vacilar, bajando la escalera que conducía a la parte más profunda del refugio. Detrás de ellas se cerró la puerta, dejando atrás el caos y dando paso a una quietud absoluta. Al bajar el último escalón, decenas de temerosos ojos las miraron con una calma tensa. Las paredes estaban recubiertas de ladrillo rojo y los techos rematados por una capa de cemento. Una hilera de bombillas, algunas de ellas fundidas, alumbraban aquel húmedo y frío corredor, que a su vez desembocaba en una especie de enorme sala abovedada de forma rectangular. La gente se agolpaba, algunos en cuclillas, otros sentados,  a lo largo de la angosta galería, que debía medir unos cincuenta metros. Arriba todavía se podían oir los lloros apagados de un niño y también los gritos de auxilio de un desvalido, abandonados a su suerte. Las dos amigas se acurrucaron en un rincón sin separar sus manos, limitándose a esperar.

Entonces las sirenas cesaron de súbito. El tiempo se ralentizó y el único sonido que se podía oir en aquella sala era el latido de sus corazones. La mayoría echó la vista hacia el suelo, implorando mediante una silenciosa plegaria que el peligro se alejara o, si por el contrario el destino les deparaba algo negativo, que todo ocurriera lo más rápido posible. 

Seiko se puso a recordar canciones infantiles para alejar los pensamientos horribles de su mente y así se lo aconsejó a su amiga Misako, cuchicheándole al oído.

-Mi madre dice que cuando la tristeza o el temor nos invade, debemos recordar algún momento agradable para recuperar la calma.

Fue entonces cuando los relojes se pararon.

Continuará...
Óscar Morcillo



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sábado, 22 de enero de 2011

El día en el que los relojes se pararon (2ª Parte)

Viene de "El día en el que los relojes se pararon":


Paul pilotaba el bombardero B-29, una auténtica fortaleza voladora en aquellos tiempos que contaba con una preparada tripulación de ocho miembros. Mascaba chicle con nerviosismo, al tiempo que ojeaba sin descanso el cuadro de instrumentos del panel de control. La madrugada estaba siendo desapacible. La lluvia que estaba cayendo podía dificultar el objetivo de aquel vuelo, aunque confiaban en el pronóstico que daba el parte meteorológico, el cual predecía tiempo despejado en cuanto amaneciese. Comprobó que la altitud, velocidad y rumbo eran los adecuados y, presionando su entrecejo con los dedos índice y pulgar, dejó al mando a su copiloto.

-Creo que voy a por un poco de café. Desde anoche no he tomado nada, ni siquiera antes del despegue. No tenía buen cuerpo.
-Si no le importa tráigame un poco, señor.

Dejó la gorra sobre el asiento y se colocó la chaqueta de cuero marrón con insignias militares en los hombros. Su mente no paraba de dar vueltas sobre la misión que les habían asignado. Se preguntaba si tendrían éxito o si por el contrario el enemigo habría obtenido información secreta y serían derribados antes de alcanzar su objetivo. Si en el caso de culminar la misión todo aquello serviría realmente para finalizar la guerra o tan solo sería un punto y aparte en la escalada bélica del Pacífico. Una voz interior surgió intentando poner en orden todos estos pensamientos, una voz que afirmaba que él tan solo era un soldado al que habían encomendado aquel asunto y que un gran número de vidas de compatriotas suyos dependían de su culminación. 

También era consciente de que el éxito o el fracaso de la misión dependía en gran medida de la actitud que mostrara ante sus hombres, por lo que debía permanecer sereno y firme en todas sus acciones hasta que regresaran a la base.

Abrió la portezuela que separaba la cabina del resto del avión y se dirigió hacia un habitáculo que se había acondicionado como comedor. Un cabo, destinado en el puesto de ametralladora que se encontraba en ese momento de descanso, se levantó, haciéndole el saludo militar y a continuación le ofreció una galleta y un café.

-Gracias, señor Scott. 

Tomaron asiento uno al lado del otro, en una hilera de sillas plegables distribuidas a lo largo del extremo de babor. Paul dio un pequeño sorbo. El ruido del motor era ensordecedor y, al contrario que en la cabina, debían alzar la voz para poder oirse el uno al otro.
-En un par de horas habrá acabado todo.
-¿Así lo cree, señor?
-No tengo la más mínima duda de que el enemigo se rendirá. Lo contrario sería de locos.
-¿No es de la opinión de que este es un país de orgullosos y lunáticos guerreros?

-Más bien soy de la opinión de que a pesar de su glorioso pasado imperial, la evidencia de que esta es una guerra de la cual no pueden salir victoriosos les obligará a reconsiderar muy seriamente sus opciones.
-Ojalá no se equivoque, señor. 

Paul masculló una frase ininteligible y apuró su tentempié. La hora de la verdad se acercaba y todos ellos lo sabían, aunque no eran conscientes ni quizá lo fueron nunca de las terribles consecuencias que su acción iba a acarrear para decenas de miles de personas. Y no lo eran porque habían sido instruidos en una doctrina, la militar, en la que se proclamaba que todo soldado luchaba en el nombre de la verdad para destruir al enemigo de su país y de su dios, y en la que todo aquel que se cuestionara esta verdad suprema era considerado un traidor y perseguido como otro enemigo más.

Unas ligeras turbulencias sacudieron el avión. Paul se alzó tambaleante y, ayudándose de las cuerdas entrelazadas que había colgadas de la pared, se encaminó de regreso a la cabina resuelto a cumplir su cita con el destino.

Continuará...
Óscar Morcillo



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viernes, 21 de enero de 2011

El día en el que los relojes se pararon

Todos los relojes de la ciudad se detuvieron a las ocho y cuarto de la mañana de aquel lunes seis de agosto. Unas tres horas antes, el cielo se había iluminado con el fulgor de un relámpago, aunque muy pocas personas lo vieron, ya que la gran mayoría permanecían dormidas, ajenas al horror que se avecinaba. Tras unos breves segundos, el trueno, como un presagio de destrucción, respondió a su inseparable compañero. El silencio de la noche quedaba así roto por un gran estruendo que serviría involuntariamente de preámbulo para el apocalipsis. 

A unos pocos kilómetros al suroeste, Yoshiro, alumbrado por una pequeña lámpara de queroseno, recogía con sumo cuidado las redes sobre la cubierta de su pequeña y desvencijada barca de madera que había heredado de su difunto padre. La jornada no había sido precisamente afortunada, pues apenas un par de docenas de raquíticos pececillos y un pequeño pulpo agonizaban sobre las tablas de la embarcación. Se quedaría una pequeña parte para consumo propio, calculando que con lo que pudiera sacar  por el resto le alcanzaría para una hogaza de pan y algunos dulces para sus dos hijas, que la noche anterior le habían despedido con la promesa de que les traería un pastelillo de frutas y un bastón de regaliz. Aiko, su esposa, le había deseado suerte con un beso en la mejilla, dedicándole una mirada esperanzada en la que se empezaba a dibujar, al mismo tiempo, la desilusión. Una mala racha le perseguía desde hacía bastante, hasta el punto de que temía que alguien le hubiera echado un mal de ojo u otra maldición. Tal vez  hubiera sido alguno de los pescadores de la aldea, envidioso porque antes Yoshiro volvía todas las madrugadas con las redes cargadas de carpas, atunes, pulpos y algún besugo. Pero de eso hacía ya casi dos meses y la situación era cada vez peor. Incluso había comentado con su esposa la posibilidad de que se tratara de un mal augurio, porque ya muy pocos en toda la aldea regresaban del mar con un bagaje mínimamente aceptable. Los dioses no prestaban atención a sus ruegos porque estaban demasiado ocupados guerreando contra el invasor americano.

La vieja embarcación, sujeta por una áspera y gruesa amarra, se balanceaba a merced de las olas que morían contra la orilla. Yoshiro saltó sobre la arena, sintiendo como sus dedos se fundían con ella lentamente. Echó un vistazo al cielo por el este, buscando en vano el despuntar del alba. Negros nubarrones se adivinaban en la parcial oscuridad de la madrugada. Una amarga sensación de tristeza le encogió el corazón mientras dirigía sus pasos hacia el sendero que conducía sinuosamente hasta la pequeña casa situada en lo alto del acantilado. 

Deslizó con cuidado la puerta para no hacer demasiado ruido y dejó la bolsa de malla con el pescado sobre la oxidada pica del fregadero. Después besó con suavidad la frente de sus hijas y de su esposa, que dormían en el suelo sobre unas esterillas de paja en un rincón del fondo. Una puerta corredera forrada de papel, llamada shoji, hacía de separación entre el dormitorio y el resto de la vivienda. 

Como siempre que volvía de pescar, puso agua a calentar para prepararse un té. Se sentó en cuclillas sobre el tatami del salón, pues se sentía enormemente fatigado. Pensó en el inmenso azul del mar y en la gran cantidad de peces y crustáceos que habitaban aquellas aguas del mar interior, preguntándose por qué ahora le estaba negada la pesca cuando poco tiempo atrás recogía repletas las redes al menos cuatro o cinco veces cada madrugada. 

Una gruesa e intensa lluvia comenzó a caer lentamente. Al rato, pequeñas goteras empezaron a filtrarse por el techo de la vivienda, por lo que Yoshiro distribuyó asimétricamente varios cuencos de barro en el suelo. Una de las niñas oyó el barullo que organizaba su padre al registrar los armarios y abrió los ojos con desgana, desperezándose y despertando a su vez a su hermana, que no se había percatado de nada. La madre seguía roncando profundamente, fruto del cansancio acumulado de criar a dos hijas pequeñas durante todos los días de la semana sin ayuda de nadie. 

El padre las miró con dulzura.
-Buenos días, ángeles míos.
Ellas le devolvieron el saludo mientras abrían los ojos de forma inquisitiva. 

-Aún no os he podido traer las golosinas, pero no os preocupéis, pues cuando amanezca nos acercaremos a la tienda de la señora Hiroko. Una promesa es una promesa.
Las niñas sonrieron e intercambiaron una mirada con gesto de aprobación.

Continuará...
Óscar Morcillo

Para disfrutar de más relatos de Óscar:
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sábado, 15 de enero de 2011

Eloy Moreno demuestra con "El bolígrafo de gel verde" que TODO es posible

"Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma..."

Algo así es lo que debió pensar Eloy Moreno, cuando empezó a distribuir su libro. Sí, a distribuir, digo bien, ya que él mismo fue su autor, editor y distribuidor, y luchó con todas sus fuerzas y recursos para sacarla adelante. Llevando la novela librería a librería, presentándola en diversos foros, medios y formas. Una forma de innovar para no tener que sucumbir ante los grandes tiburones editoriales.

Y al final, después de demostrar durante el 2010 que su libro tenía un espacio y que tenía muchos lectores y seguidores (3650 personas siguen la página facebook del libro a fecha de hoy), la editorial Espasa se interesó por éste y finalmente lo publicó el pasado 13 de enero de 2011. 

De este titánico esfuerzo, ya hable en este blog en febrero del 2010 (ver AQUÍ), como muchos recordaréis, y ya que muchos no podíais acceder al libro por la distancia, ahora os informo mediante este post de que con Espasa ya podréis adquirirlo:
Comprar AQUÍ

Como os dije en febrero un libro con esencia, de esos que tras leerlo te deja muy buen sabor de boca. Para los que no lo lleguéis a leer nunca, os digo que os perdéis una gran novela, para los que lo hagáis y la disfrutéis como yo, os invito a que dejéis vuestra opinión en la web www.elboligrafodegelverde.com.

Además, Eloy Moreno apareció el otro día en el Telediario de TVE hablando de "El bolígrafo de gel verde" y de su pericia editorial. Puedes verlo en el enlace al que te lleva la imagen siguiente:


Supongo que a algunos os sonará el nombre de Eloy Moreno, esto es porque además de un magnífico escritor, es blogger y administra "Tercera opinión" el blog desde el cual cada domingo da su particular visión de nuestra sociedad. Os invito también a que lo visitéis.

Pero hablemos de la novela: "El bolígrafo de gel verde" es la historia de un hombre, que te atrapa desde el primer momento, contada con tal intensidad que parece autobiográfica. Él vive preso en la celda de vida que se ha forjado, se levanta cada día sabiendo que será una repetición del anterior,  vive muerto. Miedos, inseguridades y sentimientos que me arrancaron algunas sonrisas y más de una lágrima. 

Y como regalo, os dejo un fragmento que rescato de la publicación de febrero, perteneciente a la novela. Són sólo 2 páginas de entre 320, para que veáis cuánto puede ofreceros la novela, en él se habla de Sara, la compañera de trabajo del protagonista de "El bolígrafo de gel verde", un libro que aunque te propongas leer con calma, acabas devorabdo de forma compulsiva (a mí me pasó y eso que estaba preparándome las oposiciones  y me sentía culpable de no estudiar para leer). 

Después de la llamada de rigor de mi marido para indicarme que ya estaban allí, que me quería y que en apenas una hora empezaba la carrera, me puse frente al televisor con la vana esperanza de verlos entre toda aquella multitud de gente. 

Me tragué toda la carrera a través de la tele, sin entender quien iba primero, ni segundo, ni último. Sólo intentanto distinguir a mis dos Migueles a través de la pequeña pantalla. Quise intuirlos en varias ocasiones, pero nada más. 

Después de casi dos horas, un hombre ondeó una bandera a cuadros y comprendí que la carrera había finalizado.

En apenas treinta minutos Miguel me volvió a llamar. 
- Amor, ha sido espectacular, un día inolvidable. Siento mucho que no hayas podido venir a verlo -se le notaba nervioso, agitado, deslumbrado- Lito está que ni se lo cree, tendrías que haberlo visto subido encima del asiento animando a todos los coches. Ahora mismo salimos para allá, un beso amor, y otro de Lito. Te quiero.

Y así, con esa alegría ajena, esperé en casa, tranquila y emocionada a la vez. (...)

Pasaron seis horas -demasiadas pensé- y aún no habían vuelto; la ida les costó cinco (...).

...siete horas. Me seguía inventando razones, pero después de inventarlas surgían flecos que era incapaz de justificar (...).

Cuando, transcurridas diez horas, me llamaron por teléfono, no me hizo falta inventar nada más. (...)

Era una llamada del hospital. El coche de Miguel se había empotrado contra un camión mientras realizaban un adelantamiento. Evidentemente no me lo dijeron así, fueron palabras más dulces para decir lo mismo.

Los bomberos estuvieron más de cinco horas para liberar los cuerpos. Murieron, los dos, en el acto. A pesar de que seguían las investigaciones, según varios testigos Miguel comenzó a adelantar a gran velocidad en un cambio de rasante, cuando se dio cuenta... cuando se dio cuenta ya tenía el camión encima (...). 
Eloy Moreno (El bolígrafo de gel verde)

ISBN de la novela: 978-84-670-3591-9
 

Enlaces de interés: 
Blog de Eloy Moreno: Tercera opinión.
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viernes, 14 de enero de 2011

Almuerzo en el rascacielos

Hoy os dejo estas fotos y vídeo con material de Charles Ebbets, autor de esta famosa fotografía, casi convertida en un icono, que durante la década de los años 30 documentó la construcción del Rockefeller Center de New York. 


En la foto podemos ver como los operarios almuerzan sobre la viga de acero que está a una altura  muy considerable, y que a mí, personalmente, me quitaría el hambre. La imagen sirvió para denunciar las precarias condiciones laborales de los Estados Unidos en esa época de depresión.¿Cómo sería la imagen para denunciar la actual crisis? Bueno, lamentablemente tenemos muchas a nuestro alrededor.







Más fotografías en el vídeo:

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lunes, 10 de enero de 2011

Cuerda de presas

Los relatos que componen Cuerda de presas recrean la vida de las presas políticas españolas durante los primeros años de la dictadura franquista. Cada historieta transcurre en una cárcel distinta (de Les Corts en Barcelona a la prisión de Ventas en Madrid, pasando por muchas otras), componiendo así un mosaico que denuncia las atrocidades de la represión en la posguerra. Inmersas en esa atmósfera asfixiante, las mujeres son el protagonista, y el dolor y la rabia los únicos sentimientos permitidos. A lo largo de estas once historias, y pese a todas las imposiciones imaginables, las presas recobran una a una las palabras que importan: las del afecto, la amistad y la solidaridad.

El dibujante Fidel Martínez (Sevilla, 1979) y el guionista Jorge García (Salamanca, 1975) apuestan por una reconstrucción decididamente expresionista de una época y un sufrimiento olvidados, tratando de devolver a aquellos miles de prisioneras la voz que, en aquel momento, sus verdugos quisieron robarles. Con este álbum, a su vez, la historieta española repara una deuda histórica y, al mismo tiempo, rememora las aristas más dolorosas de un pasado poblado por hambrientos, presos y muertos.

Aquí un fragmento en vídeo: 

 

 "Magistral recreación de una época dolorosa, los primeros años de la posguerra española, y de un colectivo siempre olvidado en los relatos de entonces, las presas políticas. Excelente"  
Ramón Pérez. Diario de la Axarquía
 
"11 relatos duros, tristes, sin concesiones, que a modo de frías instantaneas sacuden nuestras conciencias, ofreciendo un retrato honesto y valiente de la ruindad humana. Hay que leerlo"  
Juan I. Rando. La opinión de Málaga


COMPRA "CUERDA DE PRESAS"
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